Bocadito del cuento Aequor in venis de Andrea Acosta {Es tiempo de Halloween}

Y raudas como el viento hoy os traemos un nuevo Bocadito literario perteneciente a Es tiempo de Halloween.

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Dicha antología se compone de seis cuentos y sus recetas. Es tiempo de Halloween está repleto de la magia de alguna de nuestras Chicas Acosta. La Maquetación/ilustraciones son de Nune Martínez y las correcciones de Silvia Barbeito.

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Esta vez le toca el turno a Andrea Acosta y su cuento Aequor in venis. Si os molan los piratas no podréis resistiros.

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Port Royal, Jamaica, 18 de agosto de 1720.

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La humedad pesaba, era densa y asfixiante. El olor pútrido del heno en descomposición, que ejercía tanto de alfombra como de cama en las celdas, se mezclaba con el de los cubos utilizados como excusado y la pestilencia del moho llorando en las paredes de piedra negra. Las ratas, gordas y oscuras, pululaban por el lugar cual amas y señoras.

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—Siempre te dije que ese ojo tuyo era sentencia de muerte —habló Grace, sentada y apoyada contra la pared del fondo de su celda. Miró a James en el calabozo de enfrente, que imitaba su postura. Chasqueó la lengua y ladeó la cabeza, dibujando una sonrisa en los labios antes de añadir—: Mal augurio.

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—Mi amor, creo recordar que lo que siempre decías era que este ojo mío era fortuna asegurada —respondió él, señalándoselo. Su apodo, James the Bullet, no era casual, pues una bala de mosquete disparada por Low se había fragmentado al impactar contra el cuerpo del teniente Holmes, y un pedazo le había entrado por el ojo izquierdo, rompiendo el color azulino del iris. El no haber muerto tras el disparo y tampoco haber perdido el ojo concibieron su fama, casi de inmortal, aunque de eso nada tenía. James no estaba en su mejor momento, y no solo por estar encerrado y encadenado en aquella prisión de Port Royal, sino porque las magulladuras en su atractiva cara y los moretones a lo largo de su cuerpo le habían robado algo de gallardía. Carraspeó larga y sonoramente. El pelo a los lados de su cabeza lo llevaba afeitado, mientras arriba, en el centro de la testa, estaba largo y suelto, aunque antes de que lo apresaran o bien lo trenzaba o lo llevaba recogido en un moño. La barba, ahora de varios días, lucía sin recortar y un tanto más rubia que su cabellera.

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—Hijo de puta, siempre tienes que llevarme la contraria… — resopló Grace, divertida—. Está bien, tienes razón —asintió, con las rodillas apuntando al techo de la celda. Al igual que James, también estaba encadenada, aunque no coleccionaba tantas magulladuras; no obstante, de tenerlas, apenas se verían en su piel, ya que esta, salvo en el semblante, estaba repleta de tinta, de trabajados tatuajes y escarificaciones. Ella tampoco blandía un apodo a la ligera, Grace Ink—. De no haber estirado la pata después del disparo, entonces, ¿cuándo? —preguntó, arrugando su fina y puntiaguda nariz, que enmarcaba aún más el arco de Cupido de sus labios y el perfil de sus cejas. Su cabellera era larga y enmarañada, con matices pelirrojos y anaranjados que parecían juguetear con los rayos cuando les daba el sol.

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Las voces de la muchedumbre que se concentraba en la plaza, en el interior y alrededores del Palacio de Justicia, clamaban por verlos colgando de la horca del enorme cadalso que habían dispuesto; y no era para menos, después de todo. La pareja había aterrorizado al Caribe junto a una tripulación de míseros diablos comparados con ellos dos, Jack the Bullet y Grace Ink. Varios autores de entonces ya afirmaban que el infierno se había abierto para vomitarlos.

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—En poco tiempo —resolvió James. El traumatismo derivado del impacto del fragmento de bala en su ojo le había reducido la visibilidad, pero no se la había arrebatado de todo. Su iris se veía turbio y mucho más oscuro, como si el pedazo de metal siguiera ahí. Después de todo lo que habían logrado juntos a base de acero, sudor, pólvora y sangre, parecía que todo ello fuera a desvanecerse…

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Grace estiró las piernas sin cruzar los pies, enfundados en las botas de caña por encima de los pantalones bombachos de color gris. Cerró los ojos, esos ojos de tonalidad ámbar que tenía y que se oscurecían o aclaraban según su estado de ánimo. Escuchó a la muchedumbre embravecida durante unos segundos hasta que trasladó la mano derecha sobre la incipiente curvatura del vientre; por instinto, acarició la superficie revoltosa. Durante meses había  disimulado muy bien la gravidez usando corsés por encima de camisas oscuras y anchas y levitas de talla larga. Sin embargo, los últimos dos meses se había hecho indudable.

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—¿Se mueve? —preguntó James, observando la tatuada mano. Apenas había rastro de la bronceada piel de ella bajo la extensión de tinta. Dibujos alrededor del nacimiento de las uñas, en los nudillos, los dorsos, las palmas… James empujó el cuerpo hacía delante y saltó sobre su trasero, aproximándose un poco, solo un poco más a los barrotes. Al recordar la sensación de agitación bajo el velo de piel y músculos que danzaba en la palma cuando apoyaba su mano en el lleno vientre de Grace, estiró las comisuras de los labios. El brillo de sus dientes de oro iluminó la celda.

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—Igual que si metiéramos a un mono dentro de un barril de azúcar —asintió, ya habituada al bailoteo. Grace desplazó la mano hacia el final de la curvatura, pasando por encima del cierre del pantalón. Para proteger al bebé iban a dejarlo a tan buen recaudo como pudieran. No era que no lo quisieran, no era que no lo amaran a pesar de no haber venido al mundo todavía, solo que ambos sabían que no podían tenerlo con ellos. Y ahora, todos los planes y todos los sueños acabarían al otro extremo de una cuerda. La pared, tanto detrás como a los lados de las celdas, les impedía ver al resto de miembros de la tripulación o a la batería de guardias. En el silencio cavernoso de la prisión escuchaban el repiqueteo de las botas, el de las espadas tintineantes en las fundas de cuero…

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Las celdas de la pareja eran las dos últimas del pasillo y se revisaban cada poco. Los vigilantes les llevaban la comida, compuesta por pan duro y alguna especie de agua sucia, en ocasiones con pedazos de patata. No retiraban los cubos destinados a ejercer de retretes, sino que cuando uno estaba lleno traían otro de repuesto, acumulándolos. Con todo y con esas, la actitud de los guardias evidenciaba el miedo a la posible veracidad de las muchas historias fantasiosas que se relataban acerca del matrimonio. Alguna de ellas, cabe aclarar, inventada y difundida por ellos mismos, y otras tantas, reales aunque adornadas.

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—No te colgarán —afirmó James, quedándose quieto, pues el pasador de los grilletes le roía el hueso de las muñecas, levantándole y amoratándole la piel. No iba a decírselo a ella, pero interiormente daba las gracias a la «soledad» de la que ahora eran participes. A lo largo de la mañana y el mediodía las celdas se habían ido vaciando, la guardia se llevaba a la tripulación a la sala de juicios y, dadas las horas, pronto les tocaría a ellos. Normalmente, aquella clase de litigios duraban semanas pero esta vez serían juzgados y sentenciados inmediatamente.

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—Rogers juró que lo harían y por el Diablo que así será. —Y esa era su esperanza, acogerse a las palabras del gobernador real de las Bahamas, quien había participado en su captura y jurado que todos acabarían muertos en el cadalso. Grace, nacida en el infesto nido de perdición de Nasáu, conocía a la perfección cuál era la vida de alguien insignificante para la sociedad. El odio, el abuso, los lloros, el dolor… No, morir en la horca con la encarnación personificada del mal en su vientre era la manera de proteger a lo poco que alguna vez había amado, incluyendo a James.

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—Grace… —exhaló él, sacudiendo la cabeza. Grace a pesar de haber aprendido a leer hacía relativamente poco, era la «lista» de los dos y también la terca, tanto que eso les había costado más de una riña con patadas, mordiscos y hasta puñetazos. A él lo habían asilvestrado los acontecimientos, los actos que lo habían hecho tomar la decisión de dejar atrás todo un pasado lleno de conocimiento y riquezas familiares. Había pasado del cielo al purgatorio y del purgatorio al infierno. Y a este último, por voluntad propia; en cambio Grace… Grace no había tenido otro remedio. A ella la vida la había tratado a patadas desde la primera toma de aliento, endureciéndola, haciéndola corrosiva como el óxido y más amarga y malhablada que cualquiera de las prostitutas que uno pudiera toparse en la antigua Tortuga.

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—No van a tenerme aquí hasta parirlo, joder —dijo antes de que James fuera a abrir la boca de nuevo—. Nos ahorcaran a todos hoy —sentenció Grace, adelantándose incluso a su señoría.

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—Habrá un aplazamiento de condena, si te cuelgan lo harán después de tener al bebé —argumentó James a pesar de que no era necesario. Grace ya lo sabía, solo que no quería aceptarlo.

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—Este niño es tan nuestro que no van a arriesgarse a tener a otro hijo de puta que pueda seguir nuestra estela dentro de unos años. —Acogerse al dicho popular «De tal palo tal astilla» era una mala defensa, pero defensa al fin y al cabo.

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—El bebé es inocente —vocalizó James, buscando los ojos de ella, que se habían vueltos esquivos y que él predecía brillantes y un tanto aguados. Poco después de desembarcar en Port Royal tras ser capturados, Tobias, el esposo de su hermana Eleanor, los estaba esperando junto al gobernador en el despacho de este para hacerle una oferta, una oferta que James sabía cuánta súplica le había costado a su hermana. Y Grace no quería hablar de esta, pero la muerte ya les estaba soplando en el cogote—. Si haces lo que te…

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—Y si tú sigues soltando tanta mierda por esa boca, acabaré pateando uno de los cubos y te salpicará —amenazó Grace para que James se callara.

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—Arrepiéntete, eres la única que puede salvarse de todos nosotros. —Y era así, si alguien tenía una mínima posibilidad, era Grace. Del juez dependía aceptar el trato por el que Eleanor y su marido se quedaban al bebé y metían a Grace en un convento o, aún mejor, la sacaban de la prisión y la trasladaban al otro lado del mundo, de vuelta a sus raíces británicas; ser mujer en un caso así le daba mucha ventaja. James se sentía culpable, no solo por haber acabado con los huesos en aquella celda, sino por todo lo que había precedido a tal hecho, la pérdida de los dos barcos, toda su tripulación, botines… Todo se había ido por la borda después de…

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—De lo único que me arrepiento y arrepentiré, James Williams, es de haberte roto la puta nariz —mintió, irrumpiendo en los pensamientos de él. Grace no se arrepentía de haberle roto la nariz, ni siquiera un poco. Total, no le había quedado tan mal, solo un poco torcida, y aun así seguía siendo un «niño bonito».

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—Mi amor, tú eres la más lista de los dos, sabes que estoy en lo cierto. —James movió las manos, abriéndolas y cerrándolas—. El tiempo se acaba y con él la oferta.

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—Repíteme eso de que soy la más lista de los dos, pero que sea mientras me follas —propuso Grace, descruzando los pies. Retiró las manos de su vientre y consiguió abrir los dos primeros botones de la blusa. El corsé ya no estaba ahí para realzarle el pecho, sin embargo, estaba tan henchido y lleno que sobresalió con descaro al verse liberado del cierre de los botones. Si desabrochara tan solo uno más, los senos orondos y maduros desbordarían fuera de la tela.

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—Cariño, si pudiera, estaría follándote ahora mismo, pero estos barrotes y los grilletes me impiden ir hasta ahí —articuló, un tanto sofocado. James pestañeó, admirando la combadura turgente de las mamas. Ella no tenía remedio, cuando no quería algo, no había manera de metérselo en la mollera—. ¡Vosotros! —gritó, llamando la atención de los guardias—. ¡Sí, vosotros! ¿Por qué no abrís nuestras celdas, nos desencadenáis, me dejáis entrar en la de ella, nos encerráis y cuando acabemos de joder volvéis a meterme en la mía?

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Los guardias cuchichearon entre ellos y se movieron en sus puestos, azuzándose los unos a los otros para que alguno fuera hasta las celdas y los mandara callar.

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—¡Juro que estamos casados! —Y no juraba en vano. James sacudió la rubia cabeza. Rio al oír cómo uno de los guardias le chistaba a lo lejos, mandándolo callar, cosa que no hizo—. Lo siento, mi amor, creo que no va a poder ser —dijo a la mujer.

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—Empezaste a amarme antes incluso de meterme la verga —afirmó Grace. Lo suyo había sido algo extraño y violento en todos los sentidos. Adelantó un tanto su cuerpo, separándolo de la pared, aunque solo fuera por estar un poco más cerca de él. La mitad de la celda, un pasillo y un tanto más de la celda de James los mantenían alejados el uno del otro.

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—Sí, eso ya te lo he dicho antes —puntualizó James, recordando a la perfección cuándo le había dicho eso mismo—, aunque…

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—No con esas mismas palabras —interrumpió Grace, sesgando los pensamientos de él una vez más. A diferencia de James, ella decía las cosas tal como las pensaba y sentía, sin buscar palabrejas. Por un lado, porque no las sabía, y por otro, porque de saberlas no las encontraría útiles, más bien un atajo para adornar.

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—Venía a decir lo mismo sin añadir «verga» a la frase —rio él. Los dedos de la mano izquierda le hormiguearon. Llevaba muchas horas sin poder tocar a Grace, ni siquiera un simple roce. Alargó el brazo y lo aproximó tanto como le daba de sí.

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Grace lo emuló con la mano diestra, movió los deditos como si de esa manera estos pudieran prolongarse y entonces acariciarlo. James estaba asustado, ella lo leía en el azul de sus ojos; mas no estaba asustado por sí mismo, pues había aceptado su destino. No así el de ella ni el del bebé.

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—Es lo mejor —susurró, oyendo cómo la guardia se movía, se agitaba y solo un par de botas marchaba hacia ellos. Un guardia nada gallardo y hasta con un poco de tripa pujando bajo el chaleco llegó al centro del pasillo, entre las celdas de la pareja. Miró a un lado y a otro y carraspeó con disimulo.

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—Respuesta.

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—Que te jodan —ladró Grace. Su mirada se tornó tan penetrante e incendiaria, que el guardia retrocedió un par de pasos. Lo había decidido, ya estaba claro, no habría pacto o acuerdo posible. El gobernador Brown y el cuñado de James podían llevarse con ellos la oferta derechita al infierno.

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—Grace… —susurró James, pasando la mirada de ella al guardia—. Sí, la respuesta es sí —dijo.

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—¿Sí? —dudó el guardia, tanto por la contestación de Grace como por su mirada, que de poder matar, él ya sería cadáver—. Pronto vendrán para llevarte a juicio.

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—Sí, sí. —James no iba a hacer otra cosa que avenirse como si se agarrara a un clavo ardiente—. La respuesta es sí —dictaminó, mirando otra vez a su mujer. Asintió ante la oscilante y pelirroja cabeza.

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—No, James —susurró Grace.

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Uno de los guardias que custodiaban la puerta recorrió el mismo camino que su compañero y se situó a su lado no sin antes mirar a los presos.

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—¿Todo bien? —preguntó.

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—Sí, tranquilo —asintió el susodicho, haciendo que el compañero se marchara. A él lo había enviado su teniente, a quien, a su vez, le había encomendado la orden el mismo gobernador. No había trato, tenía que apresurarse a informar de ello. Todo el despliegue que se había preparado para el posible acuerdo debía de ser revocado.

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—Espera, espera —pidió James, haciendo oídos sordos a los continuos y repetitivos «no» de Grace. El guardia daba por finalizada la negociación y él sabía el porqué, cada vez había más ruido, más movimiento, iban a llevarlos a la sala. Con el guardia alejándose él no pudo evitar bramar—: ¡Maldita sea, Grace! Si estamos aquí, es por mi culpa, yo soy el responsable.

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—Yo te seguí, soy tan responsable como tú, si no más. —Grace desde el primer momento había sabido que la idea de James no era buena, pero habían vivido y superado tanto que por una vez quiso ser menos meticulosa. Y aquí estaban, encerrados, apaleados y vejados, aunque juntos—. Y te seguiré al cadalso porque no voy a vivir sin ti un puto, jodido, condenado y miserable día, ¿te ha quedado claro?

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A James le costó sostenerle la mirada. Grace, sin ser dada a expresar cualquier tipo de afecto, acababa de demostrarle hasta qué punto lo amaba. Lamentarse entonces de no haber hecho caso al instinto de ella no arreglaría la situación. —Grace… —murmulló, presagiando que ese era el último momento de calma antes de que todo girara sin control hasta acabar a la deriva, más allá de la muerte.

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Cuatro guardias irrumpieron en el pasillo, las suelas de las botas restallaban en el piso, el tintineo de las armas se acoplaba al cantar de las llaves de quien fue a abrir la celda de Grace. Dos de los guardias liberaron a la mujer de toda la batería de cadenas y grilletes. El guardia más alto, y aún más pelirrojo que Grace, situado al lado derecho de la puerta, lanzó una seca orden.

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—Arriba.

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Ella se dejó ayudar, desde el suelo. Al llevar tantas horas sentada o acostada, le resultaba muy trabajoso ponerse en pie sola. Equilibró el peso de su cuerpo, sobre todo por el centro, y viró el semblante hacia el muchacho que la sujetaba por el antebrazo derecho. Grace sonrió, mirándolo. Estaba tan pálido como la tiza y tragó saliva con los ojos fijos en el sucio pavimento. —¿Tienes miedo de que te muerda? —cuchicheó, divertida.

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—¡Camina! —ordenó el pelirrojo, relevando a Hawker, pues ella lo estaba amedrentando a la par que se mofaba de él—. ¡Que camines! —insistió, empujando a Grace, que dio los primeros pasos a compás del guardia que la sostenía por el antebrazo izquierdo.

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—Ese ojo tuyo es fortuna asegurada —dijo Grace a James al salir de la celda y quedar ante la de él. Sonrió sin dejar de mirarlo, a pesar de que la empujaban para que avanzara por el pasillo.

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—¡Condenada mujer! —clamó James, intentando en vano ponerse en pie. No pudo ver cómo se la llevaban, cómo ella desaparecía al cruzar la puerta. «Ese ojo tuyo es fortuna asegurada». Las palabras fueron exactas a las que había pronunciado la primera vez que lo vio.

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Grace marchó por los pasillos sin perder la compostura y bajó las escaleras hasta el patio interior. Observó el carro reforzado y abierto a la espera de que ella subiera y se sentara en uno de los insignificantes bancos hechos con un simple tablón de madera. El mismísimo gobernador la esperaba al lado del vehículo tirado por dos oscuros corceles. Frenó el avance ante él. —Lo de ser un caballero conmigo sobra —espetó, mirándolo mientras este le colocaba una levita sobre los hombros—, ¿nos marchamos o pretende que pasemos aquí toda la jodida tarde?

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Brown abotonó la blusa de Grace para que los senos no quedaran expuestos como en una subasta de carne. —Sus últimas decisiones me demuestran que no es usted tan lista como muchos decían —puntualizó, jugueteando con alguno de los sucios y encrespados mechones del cabello de ella. No era una mujer hermosa; tenía cierto atractivo, pero no era una belleza.

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—¿Ha probado alguna vez meterse un dedo en el culo mientras cacarea como una gallina? —Grace sonrió, inclinándose un tanto hacia él. Su vientre ejercía de tope entre ambos. Sonrió alzando la voz—. ¿O en lugar de cacarear, cantar God Save the King?

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El gobernador respondió a la sonrisa de Grace con otra, aunque esta fue torciéndose hasta tornarse mueca. Izó la diestra y con ella abofeteó violentamente a la mujer, tanto que de no ser por los guardias esta habría caído de espaldas—. Metedla dentro, la están esperando —mandó a los cuatros hombres que habían escoltado a Grace. La pareja de caballos relinchaba, inquieta; el ruido de la multitud a las puertas y el cargado ambiente inquietaban a las bestias.

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Grace, saboreando su propia sangre debido a la herida que se le había abierto en el labio inferior tras el bofetón, miró al gobernador Brown sin decirle nada o diciéndoselo todo sin hacer uso de las palabras. Subió al carro y se sentó con tres de los cuatro guardias a sus flancos, mientras uno quedaba fuera para cerrar la puerta. La oscuridad devoró el interior del carro, mas solo fue por unos segundos: las puertas de la cárcel se abrieron y los caballos trotaron entre el gentío, que gritó y lanzó verduras podridas y otras inmundicias. Grace pestañeó al sentir la luz del sol que se filtraba a través de las pequeñas aberturas a modo de ventanales que había en el carro. Mudó las manos de su regazo a su vientre. El pataleo proclamaba que ahí dentro, entre un amasijo de carne y sangre, alguien quería vivir.

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James resolló, exasperado. Al ir a llevarse las manos a la cabeza para bajarla y acunarla entre sus palmas, no recordó las ataduras en las muñecas, y con el tirón metálico, la piel se rasgó y sangró. —Aequor in venis —pronunció, recordando las letras torcidas sobre el papel amarillento del viejo tratado—. Aequor in venis —repitió James, mirando la celda que Grace había dejado vacía—. Aequor in venis —murmuró en un hilo de voz. Aquellas malditas, aquellas condenadas palabras vacías e insulsas no servían para nada, solo eran eso, palabras huecas y sin sentido.

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El ambiente se enrareció, un olor salobre, el de la mar, inundó las infectas celdas.

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James aspiró el aroma. Su frescor le aclaró las vías respiratorias. Hasta sentía la brisa fresca y salina del océano soplándole en el cuerpo, moviéndole el pelo y la barba. Cerró los ojos por unos momentos, disfrutando de la sensación, hasta que la idea de que lo hubieran envenenado o se estuviera volviendo loco le dio un puñetazo en pleno raciocinio. —Pero ¿qué coño está pasando? —se preguntó en voz alta, abriendo los ojos para mirar el repugnante menjunje en el plato. Él solo había comido un pedazo del pan duro que les habían proporcionado, el resto se lo había lanzado a Grace a su celda. Ella comía por dos y él no necesitaba llenarse el buche, aunque era posible que el pan no solo estuviera duro, sino malo. James había visto enloquecer a marineros después de consumir pan en mal estado.

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El agua, como una alfombra, estaba pasando por delante de las celdas. Era una marea que avanzaba y retrocedía como lo hacía el mar en la playa.

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James echó la vista atrás, a la pequeña ventana. La luz del sol le indicaba que afuera no llovía. La prisión no se estaba inundando, él se estaba volviendo loco. Viró la cabeza hacia la marea y, entonces, los barrotes, como comidos por la sal, se hicieron polvo, polvo que se acumuló en el suelo de la celda al igual que un montón de arena.

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—¡Eh, eh! —gritó a la guardia, obteniendo como respuesta el susurro del océano.

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—Dicen que la fe mueve montañas —habló una voz sin un claro deje masculino o femenino. Era como un tono intermedio entre ambos.

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James agitó las piernas, alejando unos cangrejos que llegaron con la ida y venida de la marea, y eso lo hizo ver que los grilletes en sus piernas y en sus manos se estaban desintegrando, igual que los barrotes de la celda, tornándose arena.

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—¡¿Qué o quién demonios eres tú?! —exclamó, poniéndose en pie.

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—Soy quien puede sacar a tu mujercita de aquí —respondió la voz en un eco cavernoso.

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—¿Cómo sabes…?

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—Yo sé muchas cosas —interrumpió la voz.

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James oyó el sonido de unas botas pisando agua y arena, aproximándose. La figura de su mujer apareció donde antes estaba la puerta de la celda.

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—Grace… —susurró, desencajado. La miró, avanzando hacia ella. No obstante, se detuvo, focalizando la mirada en su vientre. No estaba embarazada—. ¿Qué eres?

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—Todo y nada —respondió aún con la imagen y la voz de Grace. Cheat27 y Thief28 , los gatos que habían ido a bordo del Bloody Vengeance29 y que ya habían muerto, caminaron en círculos junto a la entidad y alrededor de James—. Mito y leyenda, mentira y verdad. Soy cada palabra de lo que cuenta esa leyenda, y a su vez todo lo que la desmiente. —Se detuvo, pegando su rostro a una de las mejillas de James y, como si fuera a darle un beso, sonrió. Su nariz quedó junto a la de él cuando volvió la cara para enfrentarla y, entonces, el semblante cambió como un camaleón muda de piel.

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—¿Qué quieres a cambio de sacar a Grace de aquí? —preguntó James, viéndose a sí mismo como si estuviera delante de un espejo mientras sentía a los felinos frotarse contra sus pantorrillas. Estaba intentando que no se le notase el miedo, un miedo disparado por la vocecilla de alarma que gritaba en el interior de su cerebro. Ella le advertía de que fuera lo que fuera, lo que tenía delante no era… bueno.

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—A ti —rio en una batería de dientes nacarados—. Y a tu tripulación —añadió poco después.

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24. (Lat) Agua de mar en las venas.

25. (In) James el bala. 

26. (In) Tinta Grace.

 27. (In) Tramposo.

28. (In) Ladrón.

29. (In) Venganza sangrienta. 

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