Bocadito del cuento Mil doncellas para mí de Helena Acosta {Una Navidad con ACOSTA ars}

Bocadito del último cuento del especial Una Navidad con ACOSTA ars. Mil doncellas para mí de Helena Acosta {Este cuento pertenece a una nueva publicación que saldrá a la venta en enero de 2018. Pronto más info en las RRSS de la editorial}.

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Sin haceros esperar, vamos allá con el cuento.

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Las cocinas

Vísperas navideñas, diciembre 1579.

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Eran otros tiempos, y el común de los mortales jamás había tenido acceso a los placeres de la carne como lo tenían la nobleza y el clero. Por no tener, no tenían acceso siquiera a la Navidad. La Natividad del Señor, en aquellos días, para ellos no era sino un tiempo de recogimiento obligado, de ayuno. Bien, lo del ayuno, más que obligado, era lo normal para cualquiera que no perteneciera a esas élites, pues ser pobre en aquella época significaba ser pobre de solemnidad.

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Sin embargo, las gentes del Parador, gracias a la pericia del Pequeño y su labia, disfrutaban tanto de los manjares de la buena mesa como de los placeres de la carne a través de sus historias.

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El Pequeño se movía por el complejo como pez en el agua. Conocía cada uno de los recovecos del edificio y sus anexos, los corredores oficiales y los secretos, lugares públicos y privados, y conforme crecía él, crecían también su listeza y sagacidad.

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La realidad era que el Pequeño se había convertido en pieza irreemplazable en el día a día del Parador. Era él quien ponía sazón a idas y venidas, la guinda a las comidas en cocina y la mejor historia a las sobremesas como el más curtido de los bufones palaciegos.

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En aquella ocasión, en el gélido invierno manchego y en vísperas navideñas, los señores de Dueñas, queriendo hacer gala de sus haberes y señoríos, habían invitado a pasar las fiestas en el Parador a lo más granado de la sociedad toledana de entonces.

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Viene de sí añadir que, tal como es sabido, en aquella época los menesteres del placer eran amplios y permisivos pues «la simple fornicación no es pecado». Existían por tanto gran número de fulanas, mancebas y mancebos prestos a atender las necesidades de los invitados. Se habían tenido en cuenta los gustos de monseñor Luarte por los mozuelos jóvenes y virginales cual inocentes querubines. Para doña Mercedes, sus muy depuradas apetencias por los grandes y exuberantes senos. Para don Juan, las rubias tontitas. Y qué decir del alcaide. Para él, súbditos susceptibles de ser detenidos por su gente. Con ellos hacía uso de sus múltiples arreos de tortura…

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Atendiendo a la tradición pagana adoptada por la Iglesia germana unos siglos atrás, se instaló un árbol de Navidad en la capilla y otro mayor en el comedor principal que se decoró con manzanas y velas, las primeras como metáfora del pecado original y el de los hombres, y las segundas como ejemplo de la luz que trajo al mundo Jesucristo.

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Las manzanas llegaron al Parador bien protegidas entre paja en cestos de esparto trenzado. Llegaron de manos de cinco robustas campesinas germanas que fueron requeridas para colgar dichas frutas en el árbol. El Pequeño fue el encargado de conducirlas al comedor una vez los mozos hubieron dejado los cestos allí. Este vio cómo doña Mercedes, en supuesta charla distendida con la dueña de la casa, no perdía de vista la comitiva. Es más, habría jurado que los ojos de la misma hacían chiribitas al ver pasar tal voluptuosidad y opulencia pectoral.

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El Pequeño, haciendo gala de su sagacidad, dejó a las teutonas con su faena. Se quedó entre la penumbra de los cortinajes de la gran sala a la espera de acontecimientos, porque tenía claro que iba a haberlos.

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Y, ciertamente, no pasó demasiado tiempo antes de que aparecieran la señora de Dueñas y doña Mercedes para admirar el trabajo de las germanas y la composición del árbol. Mientras eso hacían, entró una de las mozas de cocina. Algo le comentó a su señora, esta se disculpó ante doña Mercedes y salió seguida de la muchacha.

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Doña Mercedes se acercó a las cestas, y cogió y admiró una de las orondas manzanas para luego metérsela en la boca.

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¡Es para el árbol, no para vos! —Esa fue Greta, la que parecía llevar al resto del grupo.

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Doña Mercedes se giró muy lentamente para encararla y espetarle:

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Y vos, ¿quién coño sois para siquiera dirigiros a mí? Sucia ramera, hija de un…

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Bien, había empezado la fiesta, tal como había previsto el Pequeño, quien se pertrechó más aún entre los cortinajes para, sin ser visto, verlo todo.

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Tiempo después, en las cocinas…

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Pequeño, ¿quieres una copa de aguardiente? Estás blanco como el papel. ¿Te sentó algo mal? ¿Te recriminó la señora? —La cocinera se lo preguntó al Pequeño realmente preocupada.

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Pero, mujer, déjalo respirar. Haz que se siente. Espera, espera, que le haré un hueco aquí, en la mesa. Que se sosiegue y luego le preguntamos. —El cocinero, más comedido, quiso calmar a su esposa.

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El mozo de cuadras se sentó a su lado mientras la cocinera le servía al Pequeño una copita de aguardiente. Lo cogió allí mismo, en la alacena, del barato, del que usaban para cocinar, pero para levantarle los ánimos al chiquillo era más que suficiente.

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Todos los que en ese momento estaban en la cocina se quedaron mirando, esperando a que el niño se repusiera, pues en el fondo todos le tenían estima. Apreciaban sus historias y eran lo más cercano a una familia para él.

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¿Qué tal? ¿Estás mejor? ¿Quieres comer algo? —Otra vez le preguntó la cocinera al Pequeño.

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Este se había embuchado el alcohol de un solo trago y los colores estaban volviendo a sus mejillas. La cocinera le plantó delante un tazón de humeante ropavieja mientras se lo preguntaba. El mozo de cuadras le pasó el brazo por encima del hombro para reconfortarlo. El Pequeño, a quien los vapores del aguardiente empezaban a soltar la lengua, empezó a hablar:

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No, la señora no me dijo nada, no estaba.

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No estaba. ¿Dónde no estaba, chiquillo? —La cocinera, con semblante inquieto, se sentó frente a él mientras se lo preguntaba.

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En el comedor, en la sala grande. Están allí doña Mercedes y las, las…

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Las orondas nórdicas. ¡Ayy, gañán, gañán, ya has visto tú algo demasiado revelador para tu corta edad! —comentó el mozo a la par que soltaba una sonora carcajada mientras la cocinera le reprendía por ello. El mozo se incorporó en el asiento, ahuecó la boca, removió la lengua y se pasó los brazos por pechera y cintura como tocando a una opulenta doncella. La cocinera abrió los ojos grandes como platos y se oyeron un montón de cuchicheos por detrás de ella. Varios de los que estaban de pie se acomodaron alrededor de la mesa, ávidos de la historia que estaba a punto de ser contada.

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Yo estaba escondido al fondo, entre los cortinajes, cuando doña Mercedes cogió una manzana y la más grande de las germanas la recriminó por ello. Sin saber cómo ni por qué, al poco estaban ambas enzarzadas en una ardiente discusión. Las otras decoradoras dejaron sus quehaceres y rodearon a ambas, alentando a su compañera en una jerga de la que no comprendía absolutamente nada. —El Pequeño lo explicaba, rememorando lo vivido.

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Así que doña Mercedes perdió la compostura. ¡Lo que puede llegar a hacer una zorra cuando está caliente! —soltó el mozo al sentarse mientras el Pequeño hablaba.

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La cocinera añadió:

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¿Y la señora, dónde estaba la señora?

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No, no estaba. Se había marchado con una de las doncellas —continuó el zagal.

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Bueno, dejadlo que siga. —Esa fue una de las leñeras que, toda tiznada, se había sentado también a la mesa.

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Yo creí que acabarían dándose de hostias, pero de repente la señora tenía la cabeza metida entre los orondos salientes de la germana y parecía estar pasándolo bien.

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¡Acabáramos! —Otra vez la leñera.

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Ya sabía yo. —Este, por supuesto, fue el mozo de cuadras.

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Callad, que si no pierde el hilo. Sigue, Pequeño, sigue. —Al decirlo, la cocinera le acarició la mano a modo de aliento.

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