El zumbido de las abejas By Andrea ACOSTA

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Primeros de octubre del 48 a.C., Alejandría, Egipto
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Un zumbido sonaba por encima del retumbar de las botas que tosían polvo a cada paso. Aquel sonsonete propio de las abejas pirueteaba en el aire enroscándose en los halos del incienso que se quemaba a lo largo y ancho de las estancias, jugando con los cortinajes.
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La particular temperatura de dicho anochecer en la fértil región, y al abrigo de las variaciones del río Nilo, resultaba sofocante para un romano, aun habiéndose despojado de la armadura. A decir verdad, el clima egipcio per se había maltratado a la pequeña facción del ejército de Julio César desde el desembarco en la ciudad el pasado 2 de octubre, diezmando los ánimos casi tanto como la muerte de Pompeyo a manos de los secuaces del adolescente Ptolomeo XIII. César había excusado la estadía en la ciudad con el cometido de establecer la paz entre Cleopatra VII y su hermano para así detener la guerra civil que, si siguiera encrudeciéndose, afectaría a Roma, la despojaría de su granero y la haría perder otros recursos del rico reino que desde hacía años no era más que un títere de la República. Si bien, y en especial por el descontento de las gentes de Alejandría, el líder popular y sus huestes habían ocupado el barrio real y desencadenado así una oleada de ataques y violencia.
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Dominus, en el patio aguarda un muchacho con el oficio de tonsor —dijo Libo, marchando cuatro pasos por detrás del oficial, cuya cuadrada complexión eclipsaría la prematura luna que se mecía en el firmamento—. Dominus —insistió, llamándolo sin obtener respuesta.
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Y aún con esas, lo siguió por el corredor, espantando con aspavientos al dúo de esclavos que se habían ocupado de despojarlo de la coraza musculata, la cota de malla y las cortantes hojas, tanto de la gladius como del pugio. En tiempos como los que vivían, de sal y sangre, los bajos instintos borboteaban como el agua hirviendo incluso en hombres tan íntegros como Lucio Mecenas, y lo dicho no era solo sabido por los griegos como él, sino por todo el que poseyera sesera: la situación de su amo no era la más conveniente. Acatando las órdenes de César, habían establecido la residencia en uno de los palacios adyacentes al que ocupaba este, aunque en el que se hallaban ellos pertenecía al difunto arquitecto real y antiguo emisario en Roma, Usermon. Su viuda moraba ahí, conservando en exclusividad parte de las estancias, y él, el rezongón de Libo el griego, la veía como a una víbora que nadaba en las cálidas dunas, acechando para propinar su letal mordedura.
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—Por Juno, no hay manera de deshacerse de esta condenada arena —espetó Mecenas. Su dicción grave, afín a su carácter bronco, se remarcó al sacudir la cabeza de cabellos brunos más largos de lo habitual y asperjados sobre ella. La barba que le picaba en la quijada reclamaba un tonsor. En cambio, sus pies lo conducían en la dirección opuesta a la del patio, lugar en el que este lo esperaba.
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—¿Y ese ruido? —se preguntó en voz alta, frunciendo el ceño bronceado por el sol y con una mano en el antebrazo en el que se aflojaba la muñequera.
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El «ganarse la sal» había quedado muy atrás; su destreza en la guerra de las Galias lo había enriquecido y le había allanado el camino para la política, y, sin embargo, se encontraba secundando, en primer lugar, a un amigo y, en segundo, a un superior que venía a ser el mismo individuo: Julio César. Se arrancó el empapado focale alrededor del cuello y lo lanzó hacia atrás. El sudor le navegaba por las sienes, igual que los baris surcando el Nilo, y le ensuciaba la túnica a lo largo y ancho de la espalda, intensificando la tonalidad rojo-sangre de la tela a la altura de las rodillas. Y hablando de sangre, la ajena y la propia lo manchaban y ponían en evidencia el levantamiento en las calles, el cual no había cesado, inducido por Potino el eunuco y Ptolomeo.
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El zumbido siguió acrecentándose, acompañado por el ligero murmullo de los cortinajes que bailaban al recibir las primeras caricias de la brisa y por la musicalidad de la femenina respiración emergiendo de la boca…
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Dominus —llamó Libo, acuclillándose para recoger el pañuelo. Alzó la testa, con las rodillas protestándole y la placa identificativa golpeándole en el pecho. Él, que escuchaba hasta el hilvanar de una aguja, contuvo el resuello sabiendo que ya no había nada que hacer, nada que disuadiera a su amo de acudir al origen de la musicalidad reverberante, probando que las malas artes egipcias iban más allá de esconderse en un cesto de ropa sucia o una alfombra, y que por ellas se mancillaban las acciones de los buenos hombres.
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Mecenas entrecerró los ojos e hincó las suelas de sus botas claveteadas; el corazón le galopó en el pecho, presto al detectar el perfume en base a la carísima agua de rosas.
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«Bona Dea», imploró al ver las sombras de la Estigia tras los párpados. Los hombres del general Aquilas jamás serían capaces de infundirle un temor mayor al que podría llegar a sentir de sí mismo, por mucho menor que fuera el número en comparación con el batallón cesariano. Afilándose entre los muslos en los que un día, años ha, se unieron el este y el oeste, reanudó la marcha. 
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Una gualda naja haje le serpenteaba desde el tobillo hasta la mitad de la espinilla; el khol le sombreaba los ojos, de un tono claro en comparación con el color canela de la piel, lamida por una falda de muselina, y el liviano hilo moría a los costados de los muslos al tener las piernas separadas. Los desnudos senos encumbraban el trémulo torso y los ornamentos tubulares de la peluca cantaban en el almohadón de la cama, erguida sobre patas leoninas; en su mano diestra sostenía contra su sexo el tubo de papiro lleno de abejas, que producían una vibración que le estimulaba la perla por encima de los pliegues de loto de su rasurada vulva. Ifni gimió, acogiéndose a los vetustos recuerdos; no a los de una Roma refulgente y espléndida a la par que sucia y violenta, no; ella rememoraba las paredes del antro del Aventino que olía a lavanda y a sexo, y en el que el pasar de las horas era anunciado por un invidente tocando una campana a lo largo del pasillo que conducía, a sendos lados, a las diversas habitaciones. Recordaba el vigor de la salvaje juventud, la libertad mal disfrazada de libertinaje que los hacía creerse ingobernables…
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— ¿No te preocupan sus picaduras si escapan?—interpeló Mecenas, empujando con el dorso de la zurda la cortina que velaba la cama.
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Nadie le había impedido abrir la pesada puerta del dormitorio y, por ende, entrar en él. Cualquier estatua de basalto en honor a Isis en la isla de File envidiaría la talla del cuerpo de Ifni; sus curvas cinceladas soportaban el imparable caudal del paso del tiempo, muescando la lozana mocedad y esculpiendo la madurez. A excepción del día del desembarco, en el que ella le había ofrecido su residencia, y antes de que César convocara ante su presencia a Cleopatra, exiliada en la franja sirio-palestina, y a su hermano, habían transcurrido un total de doce años desde la última vez que se habían visto en Roma, en la Fiesta de las Lupercales. Ambos habían cambiado, desgastados por los granos del imparable reloj de arena, pero en ocasiones ni una tormenta desértica era capaz de ahogar al fuego.
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—Lo cierto es que… —comenzó a decir Ifni; arrastró las plantas de los pies por el mueble e izó las rodillas apuntando al techo, adornado por tapices colgantes de color púrpura y gualdo. El olor a metal y salobridad que Mecenas desprendía le cosquilleó en la nariz, acerándole los pezones teñidos de henna. Hincó la nuca en el almohadón y encogió el vientre, aumentando la presión del vibrante cilindro contra sus dobleces. Los labios, tanto mayores como menores, le brillaban pegajosos por la miel que emergía de lo recóndito de su sexo—… temo más a tu aguijón —exhaló, tachándolo de escorpión. 
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—¿Por qué si de su veneno ya eres conocedora? —alegó Mecenas sabiéndola, viéndola húmeda como octubre. Aquejado del peso de sus testículos, henchidos como un par de bolsas repletas de sestercios bajo el oscilante filo de la erecta verga, dio un paso hacia adelante para aproximarse. ¿De qué manera podría él reprobar el secuestro de Helena de Troya por parte de Paris si un día había sopesado algo parecido? Estaba más cuerdo ahora que por entonces, y más curtido; prueba de ello eran sus pies y el cambio de calzado: de caligaes a las robustas botas de oficial, y las marcas de expresión que iniciaban caminos en las esquinas de sus ojos. Tocó el colchón, tamborileando los dedos hacía las piernas de Ifni.

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—Porque uno solo se vuelve inmune cuando de tanto en tanto recibe una ínfima dosis y yo… —respondió ella, retirando de su sexo el cilindro para así mostrarle la palpitante y sonrosada vulva, alegórica en cuanto a Hathor en la antigua leyenda La disputa de Horus y Seth—… y yo hace tantos años, demasiados, que no percibo ni una sola gota, que puede que en esta ocasión sea demasiado y me mate —terminó diciendo, y elevó el pie derecho, moviéndolo con suavidad a un lado y a otro para indicarle que se detuviera. Después de todo, no les venía de una pizca más de distancia: primero del mar añejo de una década, seguido de las ondas del inhibidor humo del opio y de vientos portadores de promesas al romano Marte.
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—Encomiéndate pues a uno de esos dioses tuyos con cabeza de animal —replicó Mecenas; prendió su pie a ras del tobillo, lo ancló a su cadera e irrumpió todo él en la cama. Los canteros serían incapaces de cincelar con tal agudeza un gran obelisco como el que se le erigía entre sus muslos, castigando al subligar y punzando la tela de la túnica. Siendo avispa entre tanta abeja, le quitó el tubo, percibiendo el agresivo zumbido, y lo depositó en la mesita adyacente. Encaramó la diestra en el almohadón para tocar con las puntas de sus ajados dedos los abalorios que enriquecían la testa de Ifni; y la zurda, oh, la mano zurda la coló entre su cuerpo y el de ella, zarpando en el puerto del ombligo hacia abajo, abajo, con destino a las femeninas marismas… 

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—No te mofes de ellos cuando tú… —barboteó Ifni en un respingo, doliéndole la necesidad en lo recóndito del sexo; entornó los ojos abanicados por curvas y renegridas pestañas, creadoras de largas sombras que supondrían una bendición en el desierto. Antaño, reversos, cuencos y dedos reconocerían a ciegas las cicatrices, y sus labios relatarían las historias tras ellas; mas las nuevas le eran desconocidas, y por ello enarboló las manos y las amparó en el semblante de él—… pisas sus tierras —jadeó. Sus pechos endurecidos entronarían envidias a modo de mofa y, de pronto, contraria a la paciencia, se sacudió en el lecho para atraparlo en el juncal de sus adentros. Secundó las palmas en la firmeza de los masculinos pectorales y colgó su otro tobillo en el lado opuesto de la cadera de Mecenas, y buscó el agudo monumento erigido en su honor entre las piernas de este.

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—En tal caso, y por mi bienestar —aseveró Mecenas sin una menudencia de temor y con un exceso de descaro. Arribó a destino y desembarcó la zurda en los humedales de ella. Con el índice le sacó brillo a la agradecida perla y, cuando Ifni trastrabilló, trémula, se descolgó a la hendedura, palpando la dulce pegajosidad que fluía del interior. ¿Cómo no iban las abejas a zumbar rabiosas si él las había apartado de su panal? Desenhebrando los dedos de los abalorios de la mujer, se las apañó para remangarse la túnica y zafarse de la ropa que le restaba—, te solicito derecho de asilo. —Las palabras pedían, el tono requería y la verga apuntaba traicionera, vaticinando su particular Idus de marzo. Como hombre de palabra, se aferró al una vez proferido «En esta vida o en la otra» e impelió las caderas hacia delante, mecidas por los pies de ella, y su dureza pujó hasta colarse en el sexo de Ifni.

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La primera barba ya la había sacrificado y semejante fue lo que también hizo con su corazón a fe de la Venus Genetrix al contraer segundas nupcias con Leontia, y a cuenta y riesgo, ahí daba por finalizados los martirios. Que vinieran a él pestilencias, tragos de vino picado, plagas de ranas y aguas sanguinolentas, no obstante, no iba a volver a imponer tiempo u espacio entre ambos. 

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—No, no puedes reclamar asilo en… —interrumpió Ifni su habla al ser atiborrada por un gemido—… tu propio hogar —dijo, recuperando la voz pero no el aliento, y brindándole la bienvenida conforme la verga de este ganaba dominio en su sexo, indómita como una montura hispánica. Resbaló las manos de los pectorales a los flancos y se asió a sus nalgas, apuntándola en lo recóndito de sí. Los colmados testículos ejercieron de tope, responsables de cada trago de silfio. El arco de sus labios se unió a las columnas apuntaladas en las esquinas de la boca de Mecenas y… 

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Se besaron, apostatas en un templo edificado por sus dientes y lenguas, azuzados por el zumbido de las abejas.

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La autora del relato quiere constatar lo siguiente: no se trata de una obra con sólida base histórica, pues ha tomado licencias que coinciden o no con la realidad temporal que, por ahora, conocemos de la época mencionada.

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Texto patrocinado por La Puerta del Fondo, corregido por Silvia Barbeito y con ©.

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Categories: Erótica, Relatos +18

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