Keesog… por @_Andrea_Acosta_ {#SemanaDePelícula #ElÚltimoMohicano}

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Yvaine frunció el ceño y, ojiplática, observó cómo él se despojaba del resto de la ropa. Sin remedio, sin poder evitarlo, dirigió la mirada a la inhiesta verga que se erguía entre los musculosos muslos de Tioga. Esta, carnosa, dilatada y pesada, con el glande regado por el brillante y escurridizo líquido preseminal, bamboleó a un lado y a otro, exhibiendo su excitación, que por debajo era incubada por dos testículos casi desprovistos de vello. El cuerpo per se apenas sí poseía algo de vellosidad. Un pinchazo agudo le retorció la matriz, anegándosela de necesidad. Al contrario de lo habitual, las manos actuaron antes que el cerebro, e Yvaine se desabotonó el camisón tirando de los extremos por los hombros para quitárselo.

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Tioga mantuvo la distancia, atemperando las ganas, controlándolas para no abalanzarse sobre la mujer, desatando el frenesí que le hervía la sangre en las venas. Tragó saliva, cerrando los puños a los lados de su cuerpo; la respiración se le espesó en los pulmones, vaticinando un huracán… Yvaine, desempeñando un vil acto de tortura, se deshizo del camisón con suma lentitud, revelando piel blanca y espolvoreada de lunares como el cielo nocturno de estrellas.  

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—Ha… ha, ha sido una mala idea —tartajeó ella adelantándose a cualquier palabra o acción que Tioga pudiese decir o llevar cabo, ya que ni siquiera terminó de desnudarse; el camisón le pendía de las muñecas ofreciendo, eso sí, la estampa de los orondos senos coronados por grandes areolas de tonalidad rosada a juego con los gruesos pezones. El femenino vientre se hundía en un bonito ombligo, en una base curva muestra de las veces que su útero había mecido un retoño.

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Keesog… —susurró Tioga en un torbellino de letras y respiración enronquecida. La verga le dio un latigazo, engrosándole el glande y llorando un largo chorro de presemen por la estrecha raja. Aquellos senos grandes y lechosos se desbordarían en las palmas de sus manos, empujarían contra ellas como lo hacían a los lados de la tela del camisón.

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—¿Qué has dicho? —trabucó Yvaine, sonrojándose hasta las puntas de las orejas. Ella no hablaba manhigan[1], conocía alguna que otra palabra, pero la entonada, o más bien gruñida, por Tioga, no. La situación era violenta y al mismo tiempo excitante. Embotada como estaba por el deseo y por la vergüenza a partes iguales, reculó hacia la pared justo al lado del hogar al ver cómo él marchaba hacia ella. Perdió el camisón al descolgársele de las muñecas, boqueó como pez fuera del agua en un mar de tela blanca nadando en sus pies y su espalda lamió la pared.

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Llegó a Yvaine y quedó entre ambos su verga, que apuntaba al femenino vientre, pinchándolo como un cuchillo dispuesto a hincarse en la carne. Tioga la prendió por los mofletes calientes debido al rubor y le abordó la boca con un beso… Sí, uno de esos besos raptores de alma,  de cada pizca de hálito.

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Yvaine levantó las manos que, a palmas abiertas, tañeron con los deditos el aire, casi a modo de teclas de aquel clavecín que había dejado al otro lado del mar. Gimoteó, naufragando en la masculina boca, y cerró los párpados, arrimándose a Tioga, empujando con su abdomen la largura cárnica que le cosquilleó el ombligo cual diana.

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La respuesta a la pregunta por parte de Yvaine estaba siendo remplazada por la resonancia de los labios acoplándose y las pieles rozándose. Tioga emigró de la boca de ella a su cuello, besándola, besándola, y de aquel al esternón. Y bajó, bajó… Ayudándose con las manos, acogió los generosos senos, centrándolos de modo que inclinó un tanto la cabeza para pasear la lengua de un pezón al otro. Se recreó lamiendo, besando y hasta propinando suaves y pequeños mordiscos.

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Juraría, oh, Yvaine juraría que la humedad de su concha, y que le calaba los muslos, ahora goteaba de lo regordete de los labios, directa al suelo. Solo conocía a Logan, es decir, que nunca había compartido sábanas con otro hombre; para más inri, el sexo con este siempre había consistido en un acto que efectuaban de vez en cuando, sin que le aportara nada extraordinario, provocando que ella no comprendiera por qué había quien ensalzaba tanto la cópula. Amén a que había estado errada, equivocada del todo…

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Tioga flojeó las rodillas y emprendió una procesión de besos y caricias más allá de los orondos pechos. Frotó la cintura de Yvaine, que se ensanchaba hacia las caderas, y lamió alrededor del ombligo segundos después de asentar las rótulas en el suelo. Bajo el coro voluble de jadeos y gemidos por parte de la mujer, coló la mano zurda entre uno de los torneados muslos y se lo aupó sobre el antebrazo.

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«No, no, no…», protestó una vocecilla en lo más profundo de Yvaine, pero el retumbar del placer vibrando en cada porción de su cuerpo la acallaba o, al menos, así fue hasta que la boca de Tioga se dispuso a intimar con su monte de Venus. Abofeteada por una repentina inquietud, se revolvió. 

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 —Solo quiero seguir besándote —arguyó Tioga, sosteniendo a Yvaine por los muslos, no con fuerza o violencia, mas sí con tesón. No estaba mintiéndole, no la engañaba, deseaba proseguir besándola y se podía leer en su mirada. Los suyos creían que la verdad habitaba en los ojos de la gente, y por eso la comunicación mediante miradas estaba por encima del uso de la palabra—. Solo quiero seguir besándote —reiteró mientras desplazaba la mano diestra hacia dentro del femenino muslo, pasándolo por debajo del antebrazo para auparlo sobre el hombro.

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Yvaine apenas si veía bien la cara de él entre la bruma que le entelaba los cristalinos y la subida y bajada inquieta de sus pechos. Una contracción le mordisqueó la matriz, procurándole un dolor tal que le hacía llorar el sexo desde dentro y le regaba la vulva. «Necesidad», susurró el instinto. Su cuerpo clamaba por Tioga y se lo hacía saber, pues no se opuso, inmovilizando la pierna, sino que incluso entreabrió más el muslo, acomodándose sobre el fuerte hombro.

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A la nariz de Tioga enarboló el aroma a hembra húmeda, a carnalidad en estado puro. Gruñó, haciendo gala de una respuesta animal seguida por la zambullida de su cabeza entre los femeninos pliegues. Besó el capuchón del clítoris, que le cimbreó contra la lengua y lo lamió a la par que posicionaba la mano zurda en el pubis para acariciar los rizos taheños que lo asperjaban.

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Dolor, placer, suavidad, rudeza… Paradójico, ¿verdad? Lo mencionado era justo lo que sentía Yvaine revoloteando en su sistema. Jadeó con los ojos abiertos pero sin ver nada, empujó las caderas hacia delante pegando el sexo a la boca de Tioga, inclinando la cabeza hacia abajo para ver cómo la negra coronilla de este, sembrada de un largo y lacio cabello, contrastaba con los tirabuzones pelirrojos de su monte de Venus. Como si quisiera sujetarse el corazón al pecho, apretó una mano sobre este y clavó la otra contra la pared tras de sí.

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Tioga succionó la sensible perla y, envalentonado por los soniditos que Yvaine prorrumpía y el banquete que lo esperaba más allá, bajó la testa, llevando en vanguardia a la lengua. Lamió uno de los regordetes labios, bebiendo la savia que lo calaba, pasó por la entrada de la vagina sin penetrar en ella y repitió el proceso con el otro. Sin previo aviso y pese haber sido su premisa, besó la carnosa entrada que rezumaba por él.

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Los párpados de Yvaine sobrevolaban sus ojos que se entreabrían y cerraban. Varios mechones de pelo le entrecruzaron el semblante. Sus grandes senos estaban pegajosos por el sudor que le perlaba el cuerpo sobrecalentado a causa del fuego del hogar y el interior. Retembló en respuesta a la boca de Tioga devorando su sexo en un traqueteo de lengua y labios.

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Lo notaba, lo percibía, condena, lo sabía, Yvaine iba a afluir en su boca de un instante al otro, a derramarse como una furibunda tormenta veraniega. Tioga apretó el torneado muslo encima de su hombro y encaramó la mano en el pubis de esta para colarlo entre los dos pechos, aprovechando para acariciar uno y otro antes de bajar y abrirse paso por la cadera y hacia atrás, colándose entre la pared y las pomposas nalgas para presionarla desde ahí y enterrar la lengua en el corcoveante interior de la mujer, manteniendo la nariz soterrada en el taheño montículo.

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Estalló, Yvaine se prendió como la pólvora, de la boca le manó un revoltijo entre gimoteo, jadeo y lloriqueo. No pensó en nada, no vocalizó nada, solo sintió, experimentó un orgasmo, Logan, el bonachón de Logan, de ninguna modo le había hecho sentir algo semejante.

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Tioga se la bebió, a sorbos tragó el orgasmo que fluyó, colmándole la boca, le viajó por la garganta y le calentó el estómago. Por supuesto, la premura por parte de su verga era más que evidente. Estaba tan dura que las venas tironeaban de la piel y el movimiento cimbreante sesgaba el aire.

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Yvaine, cegada por el clímax todavía peregrinando desde el primer cabello de su cabeza hasta los deditos gordos de los pies, buscó a tientas los nervudos antebrazos de Tioga y empujó hacia arriba para levantarlo. El sabor, el suyo propio, más carnal y libidinoso, le impregnó las papilas gustativas cuando él se puso en pie y la besó. Irreflexiva, animal, se aupó, encaramándose para circundar con las piernas la estrecha cadera de él, puesto que lo quería, ahora, ya, morando dentro de sí.

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A pocos pasos aguardaba una cama, bien vestida, de mullido colchón en la que poder retozar… Tioga la rechazó, sostuvo a Yvaine con un abrazo e hincando la otra mano a palma abierta en la pared compensó el peso en las plantas de los pies y…

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—Te quiero ahora, te necesito ahora… —gimoteó Yvaine en el corto, ridículo espacio entre sus labios y las fauces de este, que habían resultado ser consumidoras. Lo quería ahora, lo necesitaba ahora, dentro. Serpenteó la mano entre ambos, rozando el musculado vientre de él y la curvatura del suyo, empuñó la erección justo por el nacimiento en el que el tallo palpitaba rabioso y guio el abultado glande al cobijo de sus pliegues.

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Tioga, sordo salvo a los sonidos de Yvaine, ciego excepto a la visión de ella, ajeno a todo, al mundo por entero exceptuando al que suponía la propia pelirroja, agachó la cabeza para contemplar cómo la mano de ella dirigía su inhiesta verga al candente interior, que lentamente, palmo a palmo, lo recibió, estrechándolo. Jamás en lo que contabilizaba su andadura sexual había contemplado con tanto deleite, con tanto deseo, cómo su cuerpo se acoplaba a otro.

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Yvaine se dentelló el labio inferior, sofocando a duras penas el gemido que le jugueteaba con la campanilla. El vacío que había llenado su sexo se suplía con la cárnica incursión, cuyo ritmo regulaba ayudándose del vaivén de  caderas y mano. Comprimió las paredes vaginales acomodándose a la largura y grosor.

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Un vahído emborronó la visión de Tioga, el calor interno de Yvaine lo asfixiaba, le chamuscaba las pelotas, goteándoselas de pegajoso y cristalino flujo. Instintivo, arremetió con la pelvis, soterrándose en lo más hondo de esta. Reclinó la frente sobre la de ella y, apretándola contra sí con la largura del brazo, condujo el otro para rodearla por los hombros.

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Clap, clap, clap, sonó al principio muy bajito, casi tímidamente. La musicalidad de la verga arremetiendo en el sedoso canal fue en aumento, uniéndose entonces la melodía de los grandes senos rebotando contra el abultado tórax, las bocas buscándose, encontrándose, besándose, mordisqueándose, condena, y amándose, al final y al cabo.

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Yvaine pestañeó enfebrecida y agitó las manos que mutaron a garras, hendió las uñas en las sólidas nalgas, espoleándolas a su vez con los talones. El gañido por parte de Tioga embrutecía la atmósfera y, para más inri, el olor a sexo se acrecentaba jugueteando con sus instintos.

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—Sigue, sigue, sigue, no pares… —gimoteó sin reconocer aquel tono en su propia voz, aquella clara desesperación. La negra oscuridad al otro lado de los cristales de la ventana no tragaba la luz de la chimenea, que reflejaba la imagen de las anchas espaldas de Tioga abrazadas por sus piernas y las sacudidas de las redondeadas nalgas embistiendo.

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La simiente hervía a borbotones en el saco escrotal, profetizando la inmediata tromba lechosa. Tioga apretó las mandíbulas, reteniéndola para aguardar al clímax de Yvaine que se contraía ya en torno a su falo.

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Yvaine se arqueó tanto como el abrazo de Tioga se lo permitía. El orgasmo atronó su sexo, relampagueándole en las azuladas pupilas y chaparreándole entre los muslos. Gimió, nadando en el delirio propio del clímax al que se aunó él, disparando largos caños lácteos derechos a su matriz.

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El sudor escalfaba la piel de Tioga sin llegar a evaporarse ni tan solo por la acción calorífica del fuego en la chimenea. Jadeó, entornando los ojos y tironeando los postreros chorros de simiente, quedándose vacío. Algo inestable, cimbreó como hoja al viento, mas sin soltar a Yvaine.

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El tiempo transcurrió, ajándose en los resuellos de ambos.

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—¿Qué significa? —susurró Yvaine, algo enronquecida y en alusión a aquella palabra que él había pronunciado un tanto antes de que ambos se fundieran en uno. A ella la transpiración le perlaba la cara y diseminaba gotitas por su bonito semblante, inclusive en los párpados abanicados por pestañas casi translúcidas—. Ke…

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—Luna —resolló Tioga, vacuo, vacío por el momento y hasta diría que de ánima. Se lo había entregado todo a Yvaine. Exhaló, ablandándose entre los pálidos muslos y movió la frente sobre el hombro de esta para encontrar cobijo en el hueco de su cuello. La olió, acariciándole las nalgas y la baja espalda.  

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—¿Luna? —gimoteó Yvaine, perdiendo la dureza de Tioga que ahora menguaba hasta desampararla. La pasión de ambos se le escurría por las ancas y bajó los pies hasta que los deditos tocaron el suelo y apoyó las plantas. Izó las manos y peinó las oscuras hebras del cabello de él, despejándole la cara, y Tioga levantó la cabeza para mirarla. A diferencia de la mayoría de sus hermanos, no lucía ninguno de los peinados distintivos de la tribu. No se lo había preguntado, pero Yvaine intuía que era porque él se relacionaba directamente con los blancos, y después de las últimas escaramuzas y la cristianización de muchos se pretendía mostrar una imagen menos «agresiva».

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—Eres pálida y luminosa como ella —aseveró. Para Tioga, Yvaine le hacía sombra a la luna, no importaba cuán llena y hermosa estuviese, puesto que el astro no la igualaría en belleza—. Mi pueblo cuenta que cuando nacieron el Sol y su hermana la Luna, su madre murió. El Sol le ofreció a la Tierra el cuerpo de su madre, del cual surgió la vida, y de su pecho extrajo las estrellas y las lanzó hacia el cielo nocturno en memoria de su espíritu.

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—Tioga… —murmuró como eco a las palabras de este. Yvaine trasladó las manos al semblante de él para memorizar en las yemas cada pliegue, cada llanura en la piel. Dados los acontecimientos, tal vez le convendría analizar la situación, ponderar las posibles consecuencias a su acción, sí, esa que todavía le hacía vibrar y le mantenía erguidos los pezones… Maldita fuera, no sentía ni una pizca de arrepentimiento y si no lo hacía ahora, ¿lo haría más tarde?

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«No», se respondió, cerrando los ojos.

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Tioga recogió las manos de Yvaine en la suyas y le besó las palmas para, a continuación, posicionarlas tras su cuello; recogió las pomposas y blancas nalgas y, una vez más, aupó a la mujer entre sus brazos. La cama que antes había sido rechazada, ahora no. La frescura de las sábanas, la suavidad de las almohadas eran su próximo destino… Abducido al completo por ella e impregnado de su adictivo aroma, le tomó la boca.

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Yvaine ligó los deditos tras la robustez del masculino cuello y apretó sus grandes senos contra los esculpidos pectorales. Lo esperado era que su cuerpo estuviese exhausto, presto para el sueño y, en cambio, volvía a escalfarse, a precisar la dureza de Tioga embistiéndola, la misma que notaba henchirse contra sí. Respondió a los labios de él retornándole el beso.

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Y ahí estaban, ambos, desnudos, besándose en una fusión de cabelleras por un lado rizas y taheñas, por el otro, lisas y oscuras al son del crepitar del hogar y de sus lenguas interrumpido de pronto por un agudo silbido…

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Los cristales de la ventana que habían reflejado la unión febril de los amantes se quebraron, rompiéndose en numerosos pedazos que cayeron al suelo de madera, dando paso a una siseante bala que atravesó piel, músculo y hueso con un estallido sanguinolento.

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Tioga e Yvaine no compartirían lecho, no volverían a derramar su amor en esa ocasión entre las sábanas y teniendo como telón de fondo el trabajado cabecero de madera.

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Una bala, dos, o la mismísima muerte no lograrían separarlos ni ahora ni nunca, pues las almas predestinadas permanecían unidas más allá de la distancia, más allá del tiempo, más allá de aquella luna grávida en el firmamento que se había teñido de sangre.

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[1]  Sobrenombre que usaron algunos británicos para referirse al idioma «mohicano», perteneciente a las lenguas algonquinas y a la par, al origen del término inglés «mahican» que terminó en el vocablo «mohican».

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Texto corregido por Silvia Barbeito.

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