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La tienda de los besos By Pablo +18
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Creo que fue allá por 1997 cuando empecé a contar este cuento. Había leído algo parecido en algún sitio (no recuerdo donde) y por aquel entonces era un relato versionado y muy corto que contaba a las y los niños en voz alta, durante las veladas de los primeros campamentos de verano en los que trabajé.
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Durante los años siguientes, a cada verano y a cada campamento que pasaba, yo seguía contando el relato, pero con el paso del tiempo entre uno y otro el pequeño cuento se iba haciendo más y más grande, con más y más y más detalles, con más y más personajes… y ya no solo eran aquellas chicas y chicos quienes me pedían que lo contara, también eran mis compañeros y mis compañeras quienes querían que lo narrara en alto (pero en bajito) cuando ya todos se habían dormido y solo quedábamos nosotros despiertos.
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Durante cinco años el pequeño cuento se fue haciendo adulto, creció junto a todos los chicos y todas las chicas que año tras año seguían viniendo de campamento. Cada verano se abría una caja especial, una caja diferente. Cada año creábamos un beso nuevo.
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En el 2001 dejé de trabajar en campamentos de verano, y cerrando esta etapa profesional, también cerré la tienda de los besos. El relato dejó de crecer, el cuento se hizo adulto y le puse el punto final tras cinco años de satisfacciones mutuas, por parte de quien lo contaba, y por parte de quienes lo escuchaban.
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Hoy, tras casi 19 años cerrado, escondido (pero no olvidado) vuelvo a recuperarlo y os lo traigo (casi) en su formato original, sin las correcciones propias de un escritor avezado con el tiempo, sino con la ilusión de aquel chaval que disfrutaba contando y susurrando historias.
Como recuerdo de aquel tiempo, como homenaje a mis compañer@s, mis amig@s que cada noche me pedían un cuento… y un beso.
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Este es mi regalo de navidad. Disfrutadlo.
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“LA TIENDA DE LOS BESOS”
(Un cuento para ser escuchado o en su defecto para ser leído pero con mucha tranquilidad)
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Era un pueblo pequeño, uno de esos pueblos que nunca aparecen en los mapas, un pueblo sencillo, de gentes sencillas. Pero también era un pueblo en el cual todo se sabía, un pueblo en el que todo el mundo cuchicheaba, todos conocían la vida de los demás y, en algún caso, más incluso que la suya propia.
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El pueblo tenía la típica Calle Mayor, esa calle por la cual todo el mundo pasea a media tarde, donde ponen el rastrillo los domingos, donde se realizan los desfiles. Era el centro del pueblo y donde se generaba su vida. Una calle totalmente flanqueada por tiendas a uno y a otro lado, donde se podían ver escaparates con los más variados comercios y despachos. Toda la calle estaba ocupada por tiendas, todas excepto una, la cual vete tú a saber porqué, estaba cerrada y tenía el escaparate oculto con esa pintura que ponen en los cristales cuando ya no hay nada que vender.
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En el pueblo se habló mucho de aquello, pero ya hace mucho tiempo de eso. No era normal ver tiendas vacías aunque nadie se acordaba de porqué estaba así, quizá por cese, por traspaso, por jubilación… Ya daba igual, formaba parte del paisaje y todos lo aceptaban.
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Pero he aquí que un día el pueblo amaneció diferente. Por la tarde, cuando todo el mundo salió a pasear por la Calle Mayor, se dieron cuenta de que en la vieja tienda habían colocado un gran cartel amarillo en el que se podía leer “PRÓXIMA INAUGURACIÓN: LA TIENDA DE LOS BESOS “.
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“¿La Tienda de los Besos?”, se preguntaba todo el pueblo al pasar por delante de ese gran cartel. Pero, ¿qué es la Tienda de los Besos?, ¿qué se vende en una Tienda de los Besos?, ¿qué se compra en una Tienda de los Besos?, ¿cómo se pueden vender besos? ¿Besos? ¡Imposible! Los besos no se compran, los besos no se venden, los besos se dan y ya está, no hay que pagar por ellos, todo el mundo puede tener sus propios besos. Estos eran los pensamientos de todos aquellos en el pueblo que en algún momento se detuvieron delante de la Tienda.
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El cartel siguió durante al menos otras cuatro semanas, tiempo en el cual se habló mucho de la ya famosa Tienda de los Besos. Todos en el pueblo, grandes y pequeños, jóvenes y mayores, se preguntaban por la tienda y su contenido. Todos especulaban, algunos reían, otros bramaban al cielo -los menos- en contra de semejante aberración. La mayoría pensaba que era alguna broma, que algo así no podría existir y que si llegaba a abrir algún día, cerraría al poco tiempo. Otros en cambio miraban el enorme cartel con los ojos puestos en él y con una pequeña esperanza de “vaya usted a saber” en el fondo de sus ojos. Todos en definitiva opinaban, comentaban, especulaban, hablaban, miraban, reían. Fijaos que incluso alguien propuso al alcalde que interviniera, que en su opinión, se saltaba a la ligera el artículo 27 del reglamento organizativo del pueblo. En el fondo, nadie se daba cuenta de que eso era lo que les asustaba o les incomodaba, que esa tienda, esa Tienda de los Besos, había roto con lo tradicional, con aquella tranquilidad que durante tanto tiempo había permanecido impasible, inamovible. Todos conocemos múltiples tiendas pero, tú que lees esto, piensa, ¿qué pasaría por tu cabeza si un día te despertaras y te encontraras con una Tienda de los Besos en el portal de enfrente?
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Durante esas cuatro semanas en las que se habló tanto y tanto -y tanto- de la tienda, nadie se detuvo a observar el escaparate porque todo el mundo estaba obsesionado con intentar adivinar qué se escondía detrás de tan extraño nombre para un comercio. Si por casualidad, alguna de esas personas que tanto hablaban se hubiera detenido delante del gran cristal oculto tras la pintura y minuciosamente hubiera buscado un resquicio por el cual mirar hacia el interior, se hubiera dado cuenta de lo que ocurrió allí en ese tiempo.
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Al principio, el día en el que apareció el cartel colgado, no había cambiado nada dentro de la tienda, todo seguía igual, tal y como lo dejó el último dueño: pintura corroída, muebles apolillados y muchísimo polvo. Pero al cabo de esas cuatro semanas -siempre y cuando esa supuesta persona que encontró un sitio por el que mirar a través del escaparate, hubiera seguido mirando-, las cosas cambiaron mucho. Primero fue el polvo, que desapareció totalmente; luego la vieja pintura que dio paso a otra mucho más hermosa y de colores vivos: rojos, amarillos, naranjas, aguamarinas, bermellones… colores que inundaron la estancia y que asumieron el lugar de la luz mientras ésta no podía entrar; después le tocó el turno a los muebles, los rotos desaparecieron y en su lugar decenas y decenas de estanterías, de todos los tamaños y formas, se apoderaron de la estancia haciendo compañía a un pequeño mostrador de madera que por su forma y tallado, parecía traído expresamente de la lejana tierra de Fuego en el sur de la Argentina, y por último, las cajas. Millones y millones de cajas, de miles de colores, de formas, de tamaños, de materiales, de acabados, millones de cajas estaban colocadas de tal manera por toda la habitación, que cualquier persona con cierta lógica hubiera pensado que allí ya no cabría ni un alfiler, pero no, las cajas estaban tan bien dispuestas, tan ordenadas, tan armoniosos sus colores y sus formas, que podéis creerme o no, pero os aseguro que la habitación parecía más grande ahora que antes.
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Y todo esto ocurrió durante las cuatro semanas en las que todo el pueblo se dedicó a especular sobre la Tienda de los Besos.
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El último día de esa cuarta semana, la pintura del escaparate desapareció y dio lugar a otro gran cartel, más sorprendente e inquietante que el propio cartel de la Tienda de los Besos. En éste se podía leer con letras del color del arco iris: “MAÑANA, GRAN INAUGURACIÓN DE LA TIENDA DE LOS BESOS”.
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¡La inauguración!, ¡la inauguración!, ¡mañana se inaugura! Éste era el comentario general de todos y cada uno de los miembros del pueblo, eso sí, en bajito y sin gritar, que aquel no era pueblo de cotillas ni pregoneros. Después de tanto tiempo por fin iban a averiguar qué se escondía en aquella tienda, por fin lo iban a descubrir. Todos aquellos que en algún momento hicieron conjeturas sobre la tienda, creían estar ahora en posesión de la verdad y predecían que sus comentarios acerca de la tienda eran los acertados y todos los demás equivocados. Toda la tarde el pueblo estuvo comentando, hablando, algunos seguían riendo, otros apostaban e incluso alguno y alguna mantenían una pequeña esperanza que dejaban ver en sus ojos. Puede que parezca mentira, pero esa noche en el pueblo no durmió nadie, bueno sí, un par de críos recién nacidos a los que les traía sin cuidado lo que ocurriera con la tienda siempre que pudieran estar cerca del pecho de su madre cuando les llegaba el hambre.
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Exceptuando a estas dos criaturas, esa noche no durmió nadie en el pueblo, os lo puedo asegurar, no es que estuviera allí para constatarlo, pero me lo contó un amigo que sí estuvo.
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Y llegó el gran día. Amaneció claro, el sol irradiaba una luz diferente, como más blanca, aunque no llegaba a producir un calor excesivo, un día excepcional para una ocasión especial. Del escaparate de la tienda ya no colgaba el cartel de la inauguración, en su lugar aparecía un gran cristal enorme que llegaba desde el suelo hasta el techo de la tienda y totalmente transparente, tan sólo adornado con una pequeña cenefa que imitaba pequeños delfines saltando en el mar. A su lado, una gran puerta de madera con un cartel en el que se podía leer: abierto todo el día, pasen sin llamar.
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Al principio no apareció mucha gente, supongo que les daba vergüenza ser los primeros aunque todos estaban deseando estar allí para ver con sus propios ojos qué se podía contemplar en esa tienda.
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La mañana pasó tranquila, poca gente se acercó y los que lo hicieron, apenas llegaron a levantar un poco los ojos como para creer que vieron a un señor mayor al otro lado del pequeño mostrador. Esa mañana fue lo único veraz de los comentarios que se vertieron sobre la tienda, que por supuesto, seguían siendo muchos, tantos como habitantes tenía el pueblo, bueno, a excepción de los dos recién nacidos que en ese momento eran los más felices del mundo durmiendo en sus cunitas y ajenos a la tienda.
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Tuvieron que esperar a la tarde, a la hora en la que los niños salen del colegio, para que uno de ellos se acercara tímidamente pero sin vergüenza hasta el escaparate y comprobara con sus ojos todas aquellas maravillas coloristas que se mezclaban allí dentro. Después de él, ya todo el pueblo -no todos a la vez, claro- empezó a desfilar como si de una procesión se tratara por delante del escaparate y descubrir aquello que el primer niño definió como “una gran feria, pero en silencio, quieta”. Y todos, uno a uno y una a una, comprobaron por sí mismos que era verdad, que detrás de ese señor mayor, que no anciano, con pinta de abuelo generoso y gran bigote blanco, se apelotonaban, armonizaban millones de cajas cada una diferente de la que tenía al lado pero todas como si estuvieran construidas una sobre otra. Alguien dijo que todo aquello parecía un gran cuadro modernista y el comentario se extendió, y lo cierto es que todas aquellas cajas asemejaban un gran tapiz de Miró.
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La tarde continuó de esta manera, todo el pueblo pasando delante del escaparate, mirando y sintiéndose asombrados por todos aquellos colores, por la tienda, por ese señor mayor, que no anciano, impasible ante tantos ojos curiosos, por todo en general y nada en particular.
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Al caer la tarde, alguien se detuvo y dijo: sí, todo esto es muy bonito pero, ¿dónde están los besos?, ¿no es ésta una tienda de los besos? El rumor se extendió por toda la calle. ¿Dónde están los besos?, ¿alguien ha visto alguno?, ¿alguien ha entrado a por uno? Yo no, yo no, yo no, yo no – era el comentario general. Pero nadie se atrevió, o no quiso, entrar dentro y preguntar.
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¿Dónde están los besos? – menuda pregunta se hacían unos a otros. Todos aquellos y aquellas que hablaban y hablaban sobre la tienda se preguntaban lo mismo. Sí, habían visto la tienda, al dependiente, los colores, las cajas…. ¡las cajas! Alguien propuso que quizá los besos estaban dentro de las cajas. Puede que sí, puede que no, pero nadie se atrevía a afirmarlo del todo, entre otras cosas, porque nadie llegó a entrar en la tienda para confirmarlo.
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Y así siguieron las cosas durante unos cuantos días más: la gente pasando por la tienda, haciéndose ilusiones, preguntándose dónde estarían los ansiados besos, cuchicheando sobre la tienda, sobre el dependiente, aunque al final, nadie se atrevía a entrar.
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A los cinco días de abrir la tienda, todavía no había entrado ningún cliente, pero eran muchísimos los que se concentraban a diario en la puerta de la tienda. Entre cuchicheos, habladurías y conjeturas, una niña pequeña de unos once años, morena y con unos ojos en los que se podía leer el mar, se fue haciendo camino entre la multitud hasta llegar a la puerta de la tienda. Antes de entrar, giró la cabeza, los miró a todos, estos a su vez concentraron sus miradas en ella y, entre voces de afirmación y comentarios despectivos, aunque todos con gran satisfacción y expectativa pues por fin alguien iba a entrar a la tienda, la niña abrió y entró.
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Un suave tintineo motivado por el choque de unos palitos metálicos de estilo oriental y colocados encima de la puerta, dio la bienvenida a la niña, a la vez que lo hacía el señor mayor, que no anciano.
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El dependiente ciertamente era un señor bastante mayor, eso lo sabíamos por el color blanco de su cabellera y su enorme bigote, pero no tan mayor como se hablaba en la calle. Sus rasgos eran juveniles, apenas tenía arrugas, su pelo blanco era abundante y su bigote poblado, sus ojos pequeños y vivarachos, su voz fuerte y dulce a la vez, vestía de forma muy informal, era el típico abuelo que todos querríamos tener siempre cerca y que nos contara cuentos al acostarnos. Se fijó en la niña y le dio las buenas tardes. La niña que al principio se mostró un tanto reticente, al momento se dejó llevar por la voz del señor, los colores y el intenso olor a menta que inundaba toda la estancia.
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¿Qué quieres?, preguntó el anciano. La niña se acercó y le dijo aquí se venden besos, ¿verdad? Claro, contestó el dependiente, ¿y qué tipo de beso quería usted, señorita?, la preguntó. La niña se le acercó un poco más y dulcemente le dijo: quiero un beso de madre. Verá, hace tiempo mi madre se fue de casa, me dejó sola y nunca nadie ha podido sustituirla…. Tan sólo quiero un beso de madre para poder recordarla y sentirla un poco cerca de mí.
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El dependiente le acarició suavemente el pelo, esbozó una leve sonrisa, se giró, levantó el brazo y llegó a alcanzar una pequeña caja azul celeste con pequeñas incrustaciones de rojo rubí que parecía estar envuelta en un aura especial, la bajó de la estantería y la dejó en el mostrador. Este es el beso que necesitas. La niña un tanto incrédula, acercó las manos temblorosas junto a la cajita, a medida que las acercaba, la caja se notaba como viva, como queriendo ser libre y en el momento en que Atenea, que así se llamaba, tocó suavemente con la yema del dedo la madera de la caja, ésta se abrió. Entonces toda la magia contenida en la caja se expandió en el aire envolviendo la habitación, una luz singular rodeó a la pequeña y al dependiente y del interior de la caja, apareció un pequeño beso. Se asomó tímidamente y observó la carita de expectación de Atenea y entonces empezó a volar, al igual que vuelan las mariposas, aleteó suavemente cerca de sus labios, voló y exploró toda la estancia dejando estelas de pequeñas luciérnagas y cuando ya se hubo cansado, se acercó muy despacio a la niña y subiendo desde los pies hasta la cabeza, volando muy, muy lentamente y en círculos alrededor de ella, se detuvo en la mejilla. Atenea cerró los ojos esperando aquello por lo que llevaba soñando desde hacía años y fue entonces cuando recibió un precioso beso lleno de ternura y pasión que hizo que Atenea derramase lágrimas de alegría. En ese momento el beso desapareció y toda la luz, la magia y la hermosura vivida en la habitación desaparecieron.
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Atenea abrió los ojos, se acercó al dependiente con una enorme sonrisa de felicidad y mientras guardaba las lágrimas en la misma caja ahora vacía, preguntó al dependiente cuánto le debía. Tranquila preciosa, con esa sonrisa me doy por pagado. Anda y disfruta de tu beso de madre. La niña cogió la cajita con sus lágrimas, abrió la puerta de la tienda, escuchó de nuevo el suave tintineo y salió.
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En la calle todo era silencio, nadie hablaba, nadie decía nada. Todos estaban boquiabiertos por la cantidad de luces, de sonidos, de felicidad y magia que vieron a través del gran cristal del escaparate. Atenea salió con su caja fuertemente cogida entre las manos, tenía una gran sonrisa y la mirada como perdida, quien sabe si quizá estaba saliendo de la tienda de la mano de su madre. Nadie la preguntó nada pero todo el mundo sabía lo que había pasado dentro de la tienda de los besos, todo el mundo sabía que la vida en ese pueblecito, que es un pueblecito de esos que nunca salen en los mapas, nunca volvería a ser igual.
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Hola, yo quisiera un beso de amante, hace ya tiempo que no salgo con nadie y la verdad es que lo hecho bastante de menos. Son las palabras que más o menos le dijo Romeo -el panadero del horno de leña, un hombre un tanto tímido, pero muy bien parecido- al dependiente de la tienda de los besos. El señor mayor, que no anciano, cogió un pequeño taburete que tenía debajo del mostrador, lo acercó a una estantería que hacía de esquinera y se subió en él. Una vez arriba, limpió una finísima capa de polvo de una de las cajas más grandes y la bajó, la puso delante de Romeo, en el mismo mostrador donde el día antes una niña disfrutó de su beso de madre, y le dijo: sólo tienes que abrirla.
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Romeo entre desconfiado y asombrado, se acercó lentamente a la caja. No podía creer que dentro de aquella caja, una gran caja blanca decorada y labrada con un sinfín de pequeñas figuritas pintadas en un suave verde mar, se pudiera guardar un beso. Pero en el fondo de su corazón deseaba que así fuera. Y tanto era ese deseo, que sin dudarlo abrió la caja por una especie de pequeña cerradura que no tenía llave y, al momento y al igual que ocurrió el día anterior, de la caja salieron miles y miles de lucecitas de infinitos colores que invadieron toda la estancia. Una melodía que hacía recordar viejas canciones de cuna llegó a los oídos de Romeo sin que éste pudiera evitar dejarse llevar emborrachado del placer que le producía y, mientras tanto, de la caja salía poco a poco un enorme, sensual y provocador beso de amante que, aprovechándose del estado de embriaguez de Romeo, se lanzó con fuerza a su boca. En el momento en que los labios se juntaron, la canción de cuna se transformó en cantos de sirena que transportaron al feliz panadero a un mundo increíble y, a medida que el beso era más y más profundo y que las bocas se contorsionaban buscando incansables las lenguas del otro amante, ese mundo se volvía más y más placentero y, cuanto más hondo y más seductor era el beso, más real se volvía el nuevo mundo del panadero, de tal manera que cuando el beso de amante hubo terminado su cometido y desapareció junto con las luces y los cánticos, el panadero ya estaba viviendo en una nueva realidad, más seductora, más atractiva, más sensual. Una realidad cambiante y cambiada, producida por, tan sólo, un pequeño beso de amante. A veces, las mejores cosas, las que nos producen verdaderos cambios, suelen ser muy, muy pequeñas, dijo el dependiente. Anda panadero, con esa sonrisa con la que sales me doy por pagado, volvió a decir. Romeo salió de la tienda todavía con esos cantos de sirena en sus oídos. Esta vez la gente que se agolpaba en la puerta tampoco preguntó nada, ya no hacía falta, ya sabían que la pequeña tienda de los besos, esa tienda que tanto les había dado que pensar, les iba a cambiar la vida.
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Por cierto, a la mañana siguiente, cuentan los más ancianos, se comieron los mejores bollos y el mejor pan, el más exquisito, el más blanco, el más jugoso, el más sensual de todos los panes que nunca jamás se volvió a cocinar en el horno del pueblo.
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Los días, las semanas, los meses, en definitiva, el tiempo, fue pasando por el pueblo, por sus calles, por la iglesia, por sus gentes, por las tiendas, por la Tienda. Todo el mundo que allí vivía conocía los beneficios de la tienda de los besos: entrar por su puerta, escuchar el tintineo, hablar con el dependiente de ancho bigote -que a estas alturas ya sabíamos que se llamaba Nonatus-, pedir el beso adecuado, hacer volar la imaginación mientras se abría la caja y por supuesto, disfrutar de su contenido.
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Nonatus, ese señor mayor, que no anciano, de ancho y blanco bigote al igual que su cabellera y de voz fuerte a la par que dulce, se estaba haciendo muy querido en el pueblo, entre sus gentes, esas mismas gentes que tiempo atrás lo criticaron sin entenderlo. Era uno más de la comunidad y al igual que el resto, hacía una vida tranquila en el pueblo, compraba, paseaba, charlaba, pero sin descuidar ni un momento su tienda, esa magnífica tienda que no sólo vendía besos -siempre que pudieras pagarlo con una sonrisa, claro- sino que hacía llenar los corazones de ilusión a todo aquel que entrara por su puerta. Nonatus se sentía feliz en aquel rincón apartado de los mapas, se sentía querido y eso lo hacía sentirse bien, le gustaba eso de que nadie se preguntara el porqué de una tienda en la cual se vendían besos, todos la aceptaron y lo veían como uno de los muchos negocios que se afincaban en la Calle Mayor.
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Desde el suceso de Romeo prácticamente todo el pueblo entró en la tienda en busca de algún beso perdido o que nunca fue encontrado. Bueno, todos a excepción de los dos recién nacidos, ellos dos se conformaban con los besos, las caricias y las carantoñas de su madre y de su padre, con esos besos eran felices y no les hacia falta ir a la tienda.
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Por la tienda, ya digo, pasó mucha gente y delante de aquel mostrador tallado de madera se pidieron muchísimos besos, cada uno diferente en su forma y su contenido, y de cualquier tipo que se pidiera, Nonatus siempre encontraba la caja adecuada, a veces la tenía a mano, en el mismo mostrador y otras era un poco más complicado, como aquella vez en la que un niño llamado Ícaro pidió el beso del Sol y Nonatus tuvo que ir a la trastienda a buscarlo. Tardó pero al rato apareció con un enorme baúl de un color azul galáctico y pequeñas tallas de estrellas amarillas, lo dejó en el suelo y le dijo a Ícaro: aquí tienes el beso del sol, me ha costado, pero al final he encontrado una escalera tan alta como para subir allí y bajarte el sol metido en este enorme baúl. Ese día, Ícaro fue el niño más feliz del mundo.
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O como la vez en la que entró una mujer de unos veintisiete o veintiocho años y de nombre Galilea. Como todos y todas se acercó al mostrador y le dijo a Nonatus: hola, mira Nonatus, hace tiempo dejé la casa de mis padres, encontré a un hombre maravilloso, me casé, tenemos un hijo precioso, la vida me sonríe, tengo todo lo que nunca pude desear. Nonatus, al ver que a Galilea se le escapaban un par de lágrimas por las mejillas, se acercó a ella y la dijo suavemente: pero te falta algo ¿verdad? Galilea, con los ojos empapados en auténticas lágrimas de ternura, le contestó: sí, me falta un beso, un único beso del que nunca he podido disfrutar, me falta el beso de un abuelo. Nunca lo conocí, murió antes de que yo naciera y siempre he querido sentir eso que llaman cariño de abuelo. De pequeña siempre me quedaba en la cama esperando a que mi abuelo se acercara, me arropara y me diera las buenas noches con un beso en la frente. Si tan sólo pudiera sentir por una vez ese beso, tan sólo una. Nonatus no dijo nada, aunque un pequeño destello brillante brotó de uno de sus ojos justo antes de darse la vuelta y coger una de sus cajas. La puso en el mostrador y Galilea la abrió esperando esa sensación mágica que la envolvería todo su cuerpo como tantas veces había oído hablar en los corrillos. Pero esa vez no pasó nada, no hubo música, no hubo luces, no hubo destellos, lo único que se escuchó en la habitación fue el leve “¡muac!” de los labios de Nonatus cuando besó tímidamente la frente de Galilea, mientras la decía: se hace tarde y está anocheciendo. Buenas noches, Galilea. Y a aquella mujer no le hizo falta nada más, ni música, ni magia, ni luces, aquel beso la había devuelto una parte de la vida que se dejó, esperando, cuando era niña. Esa mujer, hija, madre, esposa, esa tarde, empezó a sentirse nieta por vez primera.
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Pasaron muchos por la tienda y aquel mostrador fue testigo de miles de besos y de ilusiones: abuelos pidiendo besos de nietos, nietos y nietas pidiendo besos de abuelas, madres buscando besos de hijos, hijas que buscaban el beso de un padre, padres que buscaban besos de hijos, novios buscando besos de chicas, niños que buscaban besos de hermanos, abuelos que buscaban un beso de una abuela, chicas buscando besos de chicos, mujeres que buscaban el beso de otra mujer y hombres que buscaban el beso de otro hombre. Gente que buscaba un beso que perdieron hace mucho, y personas que querían un beso nunca encontrado e, incluso, gente que buscaba pequeños besos con un marcado carácter sexual y aparentemente furtivo.
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La vida transcurría de forma normal, las gentes del pueblo iban a comprar su beso al igual que compraban el pan -sí, en la panadería de Romeo- y el ambiente que se respiraba era de una total apacibilidad.
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Pasado el tiempo, apareció por el pueblo alguien que no era conocido por allí. Era un hombre gris, y digo gris de forma literal. Vestía traje de chaqueta y corbata gris, la camisa era de un gris claro, zapatos brillantes, pero grises, sombrero gris y maletín gris, su cara no era gris, pero era muy triste y tenía tanto gris por todo el cuerpo, que ese color se reflejaba en su semblante. Era la viva estampa de los hombres de gris de la novela “Momo”. Si no fuera porque aquel hombre era totalmente real, diría que se había escapado de las páginas de ese libro.
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No habló con nadie aunque nadie se fijó en él. Era una de esas personas que los expertos académicos denominan “fantasmas”, gente que pasa por la vida, por el mundo, sin resaltar, sin pena ni gloria, sin sentir, siendo ellos mismos pero a la vez, sin ser nadie. Caminó en dirección a la Calle Mayor, no iba deprisa, tampoco despacio, procuraba no chocar con ninguna de las personas que a esa hora de la tarde abarrotaba la acera, no se fijó en ninguno de los escaparates, tenía la mirada clavada en el gran cartel amarillo que colgaba en la tienda de los besos y no paró hasta llegar. Allí se detuvo mirando hacia dentro de la tienda a través del inmenso cristal. Estuvo unos minutos observando todas aquellas cajas tan bien colocadas y con tantos colores, suspiró, empujó la puerta y entró en la tienda.
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Al abrir, no se oyó el sonido de los palitos orientales por encima de la puerta, voy a tener que cambiar ese recibidor, ya no suena como antes, dijo Nonatus a la vez que daba las buenas tardes al nuevo cliente. A Nonatus no le sorprendió la vestimenta del señor, con el tiempo había aprendido a no prejuzgar a las personas, pero sí le sorprendió la expresión de inmensa tristeza que reflejaban esos ojos pequeños y hundidos que se escondían debajo del sombrero gris. ¿Qué deseaba? volvió a decir Nonatus. El hombre gris se acercó despacio al mostrador, fijándose en todo lo que lo rodeaba, haciendo precisos cálculos mentales de toda aquella sinfonía de colores que abarrotaban la habitación. Enfrente del mostrador y de Nonatus, se quitó el sombrero y le dijo al dependiente: hola, buenas tardes, mi nombre es Hierofante, señor Hierofante. Mi trabajo me lleva a viajar constantemente y en cierto lugar me hablaron de esta tienda en la cual se venden besos. Yo necesito un beso y aquí estoy, y no crea que no me ha costado, pues este pueblo no aparece en ningún mapa… (Claro, pensó Nonatus, por eso vine aquí) al final y después de varias averiguaciones, llegué a dar con él y con su tienda. Nonatus con su voz fuerte y mirando a su cliente le respondió: pues sí, esta tienda es una tienda de los besos, en ella se venden besos, todo tipo de besos, besos grandes, pequeños, besos de madre, besos de hijo, besos mentirosos, besos de amor, ¿Cuál es el beso que usted busca? Hierofante, que hasta ese momento se había mantenido firme, frío, se derrumbó totalmente mientras le suplicaba a Nonatus que por favor le vendiera un beso de Vida, había recorrido medio mundo buscando la tienda, el lugar donde poder encontrar un beso de Vida. Llorando y derrumbado, Hierofante volvió a pedir a Nonatus que le vendiera un beso de Vida.
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Nonatus salió del mostrador y mientras intentaba calmar la angustia del señor Hierofante, le dijo: tranquilo, tranquilo, en esta tienda tengo el beso que buscas, has venido al sitio adecuado, lo tengo, no te preocupes. Pero he decirte que el beso que buscas es el beso más caro de toda mi tienda.
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¡Pagaré lo que sea! – respondió Hierofante – soy dueño de más de la mitad de las riquezas de este mundo, puedo poseerlo todo, dime qué es lo que quieres. Nonatus sacudió levemente la cabeza: bueno, no se trata exactamente de eso.
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¡Lo que sea! – volvió a gritar Hierofante entre sollozos – casas, mansiones, petróleo, tierras, pieles, ropas, joyas, acciones, diamantes, dinero, aviones, cadenas de televisión, ¡todo, lo tengo todo! y te lo doy a cambio de ese beso. Nonatus volvió a sacudir la cabeza al tiempo que le decía: no hace falta nada de eso que me propones, es mucho más fácil, en esta tienda sólo vendemos besos a cambio de sonrisas, con una sonrisa, me doy por pagado. Hierofante calló por un momento, se incorporó: ¿una sonrisa dices? ¿Tú me das un beso a cambio de una sonrisa? ¿No quieres mis fortunas? ¿Tan sólo quieres una sonrisa? Nonatus le contestó que sí, que con una simple y sentida sonrisa se conformaba.
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Hierofante se limpió las lágrimas, recogió su sombrero y se dio media vuelta, al agarrar el pomo de la puerta para abrirla, Nonatus lo detuvo y le preguntó: ¿tan desdichado eres que no puedes pagarme con una sonrisa? Hierofante, con los ojos enrojecidos por el llanto, lo miró y contestó: puedo dártelo todo, puedo hacer que te conviertas en el hombre más rico del mundo, puedo darte tanta fortuna que ciento veinte generaciones después de la tuya podrían vivir sin trabajar. Pero no puedo pagarte lo que me pides, es lo único que no puedo darte.
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¿Por qué? – dijo Nonatus.
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Porque sencillamente, yo no sé reír, respondió el señor Hierofante.
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Nonatus lo consoló, no podía creer que alguien no pudiera sonreír y no quería dejarle marchar. Lo acompañó hasta el mostrador y le dijo que esperara. Volvió a los pocos minutos del almacén y en sus manos llevaba una cajita tan minúscula como el dedo pulgar de un niño pequeño. Era una caja pequeña sí, pero era la caja más bella de cuantas hubieron sido abiertas en aquella tienda. Irradiaba belleza, felicidad, magia, sus colores no estaban definidos, era como mirar el sol en un día extremadamente claro y no poder apartar la vista, era la cosa más bella del mundo. Nonatus la puso suavemente en el mostrador y le dijo a Hierofante, que no podía apartar la vista de la cajita: aquí tienes el beso que me has pedido, ahora sonríe para mí y será tuyo. Hierofante totalmente incrédulo y extasiado ante tanta belleza, miró a Nonatus, intentó sonreír, pero no le salían más que muecas que tan sólo deformaban su cara. Lo intentó y lo intentó, sudó, se desesperaba, se rendía, volvía a intentarlo. Hierofante deseaba ese beso más que nada en el mundo y entre sus pocas cualidades se encontraba la de la firmeza, así que volvió a desesperarse, volvió a intentarlo, volvió a sudar y al cabo de mucho sufrir, al cabo de muchos y muchos intentos, de la pequeña boca del señor Hierofante, surgió una pequeña mueca, algo casi imperceptible para cualquiera de nosotros, pero no para Nonatus. Al fin aquella boca consiguió el ensayo de lo que podríamos denominar, una pequeña sonrisa.
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Con esa me vale, no necesito más – dijo Nonatus. ¿Seguro? – preguntó Hierofante. Sí, tranquilo. Ahora toma, disfruta de ese beso que tanto has buscado, es todo tuyo.
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Hierofante, entre sudor y lágrimas, se acercó muy despacio a la pequeña cajita, tembloroso acercó su dedo índice hasta ella y en el momento en que la carne y la madera hicieron contacto, la cajita se abrió y en aquella habitación se desataron los mil rayos de Zeus. Todo allí fue pasión, magia, luces, cantos, en un corto espacio de tiempo sonaron por tres veces las Valkirias, la música tomó la estancia, fue sublime escuchar aquella escala de sonidos, las luces entonces tomaron el espacio, miles de fuegos artificiales resplandecientes explotaron en dirección a la luna, rebotaron en ella y volvieron. Todo allí fue fuego y agua, todo allí fue Vida. De la cajita salieron volando millones y millones de pequeños besos, era como si millones de crisálidas despertaran y empezaran a vivir, los besos se apoderaron de todo aquello que había en la habitación, volaron y volaron, salieron fuera de la tienda y recorrieron el mundo en apenas un par de minutos, después saludaron a las estrellas y cuando se hubieron cansado de vivir y de volar, todos y cada uno de esos besos se fijaron en Hierofante, quieto, parado, entusiasmado, paralizado, asombrado, fascinado, enamorado.
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Entonces se acercaron a él y lo rodearon, lo besaron fuertemente, millones de besos a la vez lo besaban y lo besaban. Transcurrieron los minutos y la situación no cambió, en toda la habitación millones de pequeños besos se adueñaron del señor Hierofante.
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Al momento todo paró, los besos desaparecieron, la música ya sonaba lejana, las luces se apagaron camino del cielo y la magia volvió a esconderse en su sombrero de copa. Hierofante abrió los ojos y ahora ya no tenía unos ojos tristes, aquellos besos habían cambiado su mirada, ahora reflejaban vida. Cogió el sombrero, dio media vuelta y antes de salir por la puerta, se detuvo, miró de nuevo todas las cajas, volvió a mirar a Nonatus, dijo un pequeño “gracias” y se fue.
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Nonatus entonces también sonrió, alzó la mano en señal de despedida y siguió a lo suyo, que era atender su pequeña tienda de los besos.
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Al acabar la tarde, cuando estaba recogiendo, Nonatus se fijó que delante del mostrador y en el suelo, el señor Hierofante se había olvidado su maletín, aquel maletín gris. No le dio mucha importancia, lo guardó en la trastienda y supuso que cuando se diera cuenta volvería a buscarlo.
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Pero pasaban los días y el señor Hierofante no aparecía, y pasaban las semanas y tampoco, y cuando hubieron transcurrido unos cuantos meses desde que el señor Hierofante viniera a la tienda, Nonatus decidió abrir el maletín por si allí dentro hubiera algo, un teléfono o una dirección donde poder remitirlo. Nonatus lo sacó de la trastienda y lo colocó encima del mostrador, lo abrió y empezó a buscar entre todas las cosas que allí había. Nunca llegó a encontrar una dirección o un teléfono, pero sí que vio cosas como varios títulos de acciones, muchísimo dinero en efectivo, joyas, llaves de casas, llaves de coches, incluso un pequeño neceser con un cepillo de dientes y un peine. Nonatus suspiró y cerró el maletín. Lo llevó a la trastienda y lo subió a un altillo, lo escondió bien porque sabía que Hierofante jamás vendría a por ese maletín.
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Allí dentro se encontraba la vida que deseaba perder, dejar atrás y olvidar para siempre. Y después de salir de la tienda de los besos, Hierofante había encontrado una vida nueva gracias a un beso, una vida en la cual todo lo que contenía el maletín, ya no le servía de nada. Ni tan siquiera el peine.
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“En alguna rara ocasión, a veces sin darnos cuenta, resulta que un pequeño beso, un beso tan diminuto como el pie de un recién nacido, puede hacer que cambie por completo el mundo en el que vivimos.”
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FIN
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Me llamo Pablo Ortiz y soy un cazador de sonrisas en los espejos… Esa es mi profesión principal, pero cuando no me dedico a ella, me da por escribir novela sexual (SEXtasiaDOS) y algún que otro ensayo científico. También ocupo mi tiempo como Sexólogo y Educador Social… Y al final del día, cuando se agotan las horas, dedico los minutos que me sobran para volver a tus brazos, aunque no estés presente…