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No quiero recordarte bailando… (Parte 1) By Andrea Acosta
Nuestros días, The Golden Alligator1, Miami, Florida
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El olor ocre del sudor, unido al agrio del alcohol, atestaba el club. Las luces jugaban con su intensidad y color con las femeninas figuras que bailaban pole dance. Un humo, denso, casi ponzoñoso, que provenía de habanos y cigarros, se enroscaba en el ambiente y se apresuraba en las escaleras que conducían al acristalado piso superior.
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—No me pongas morritos, la propina te da para tomarte un Miami Vice2 —mascó Nora tanto las palabras como el chicle. Cruzó la puerta del reservado y extendió un billete de diez pavos entre los dedos de la mano derecha—. Que sea a mí salud —añadió tras explotar una pompa e introducir el billete en el bolsillo de la solapa en la americana de Midnight3.
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—Media hora —advirtió Midnight. El sobrenombre con el que había sido bautizado no era para crearle una leyenda que intimidara aún más y respaldara así la autoridad que le otorgaba el puesto de jefe de los gorilas de aquel local de striptease. No, no, era más bien una mofa, pues su piel era tan oscura que, de no ser por el refulgir blanco de los dientes y las escleróticas, se fundiría con la oscuridad.
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—Como de costumbre —asintió Nora, que se quedó sola cuando él cerró la puerta.
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Anticipándose a lo que ocurriría en breve, empujó los hombros hacia atrás para zafarse de la chaqueta de cuero, cuyo crujido apenas fue audible debido al retumbar de la música. El volumen era tal que vibraban los cristales ahumados que ejercían de paredes. Para variar, se había ataviado con el outfit básico: una camiseta lisa, unos tejanos y las primeras botas que había encontrado. No obstante, lo desacostumbrado en ella era el nerviosismo, uno que disimulaba bien. Dejó la chupa en una esquina del sofá junto a la tarima, no sin antes vaciarla de un fajo de jugosos y verdosos billetes.
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Tra, traa, traaa… repiqueteó el taconeo junto al silbido de una especie de cuentas que enmudecieron a la música. Las cortinas al otro lado de la plataforma se entreabrieron y del techo nació una luz rojiza que irradió la barra en el centro del escenario…
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Nora se tragó el chicle, pero continuó mascando en un autoreflejo. Viró la cabeza de corta y rubia cabellera y entrevió la voluptuosa figura aproximándose tras las cortinas. En un resuello mentolado se sentó en el sofá y la alumbró la bermeja luz que acentuaba la profunda cicatriz en su pómulo derecho, que horadaba la carne hasta la esquina del azulado ojo.
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El despliegue de turbulentas curvas irrumpió en la plataforma a lo tsunami en la playa. Ivelisse asemejaba flotar sobre la elevada altura de unos tacones de aguja bermellones a conjunto con las minúsculas piezas de ropa recosidas de cantarinas cuentas. Sus morenos pechos de apariencia antigravitatoria se jactaban de las copas D, pese a que guardaban algo de decoro al quedar las areolas y los pezones escondidos bajo los triángulos del sujetador. Anduvo unos pasos, los necesarios antes de encaramarse al tubo y girar, girar a su alrededor, liviana, semejante a una pluma.
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Un reloj digital sobre las cortinas se encendió, marcando la cuenta atrás…
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Nora, que se creía atea, parpadeó, testigo de una aparición no precisamente mariana. Ivelisse se le antojaba una diosa atezada por el sol y la arena boricua4. La contempló rotar en torno al tubo, viendo la contracción de los trabajados músculos, y apretó los muslos al notar el deseo calándole la ropa interior, babeándole los labios e inflamándole el clítoris. Entonces, un latido profundo le contrajo el coño y puso en saludo marcial a sus pezones, que, ni cortos ni perezosos, pincharon la tela y se descubrieron a través de la camiseta.
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—Hola, mami—la saludó Ivelisse con la mano diestra y boca abajo en la barra. Se sujetaba con la pierna izquierda, que desempeñaba la función de tope mientras la otra se situaba en línea recta. Sonrió.
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Locura infectándola, contaminándole el cerebro, oprimiendo la cordura que una vez había reinado en Nora. ¿Y qué? Tampoco quería antídoto… No respondió al saludo por parte de Ivelisse, tan solo la miró mientras se movía hacia abajo. Condenación, casi le parecía etérea.
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Inspiró con fuerza para captar las trazas olfativas de la mujer, que evocaban una combinación de coco, azúcar de caña y mar.
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Ivelisse, descolgada del tubo, se deslizó cual serpiente y avanzó en la tarima justo hasta el límite, sonrió al enderezarse, estiró una pierna, la otra, hincó los tacones en el suelo y se acomodó en el regazo de Nora.
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— ¿Me echabas de menos? —ronroneó las palabras aderezadas con un fuerte acento hispano.
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Nora entrecerró los ojos y adelantó la cara hacia la de ella cuando las rubicundas y prietas posaderas tomaron asiento. Castrando el deseo de sobárselas, apretó las manos y ahogó los billetes bajo una de las palmas. Sus labios rozaron apenas los de Ivelisse y entonces…
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— ¿Cuánto me has echado de menos, mami? —interpeló Ivelisse, interponiendo un dedo de uña esmaltada entre sus bocas. Lo movió, acariciando el discreto arco de Cupido de Nora, y bifurcó a la derecha, en ascenso, hasta rozar la cicatriz. Alargó la sonrisa con cierta familiaridad.
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—Hay cuatrocientos cincuenta —explicó Nora, levantando la mano que custodiaba el dinero al comprender que eso era lo que Ivelisse quería antes de nada. La sonrisa, la blanca y jodida sonrisa de ella, la embellecía aún más.
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—Mucho, por lo que veo… —dijo Ivelisse en alusión al dinero. Agarró los billetes, los contó y, al acabar, los dobló sobre sí mismos y los dejó encima de la tarima. Ladeó la cabeza en un aleteó de negra cabellera y comprobó el tiempo restante en el impasible reloj al fondo del escenario—. Aprovechemos.
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¡Bang! Las últimas palabras de Ivelisse fueron el pistoletazo de salida. Nora la asió por la nuca, volviéndole la cara, y adhirió sus labios a los de ella, que se separaron para ofrecerle la lengua sin reparo. Gimió al saborearla a la par que unía las manos en su cuello, acariciándole la elegante estructura hasta el esternón.
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A Ivelisse la prendía en llamas aquella apariencia de Nora, típica de tía dura de Texas, solo le faltaba el sombrero de vaquera y la paja en la boca. Se regodeó con el sabor fresco de su boca y cerró los ojos unos instantes, disfrutando de la lengua que lamía, sorbía y acariciaba, sacándole brillo a los dientes. Mas los abrió, acosada por el paso del tiempo. Por ello, tiró de la gomita del sujetador para despegar la ridícula pieza que, entre cuentas, le mal cubría la grandeza de las tetas.
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A lo lejos, Nora también oía el mudo tic, tac, tic, tac… Retiró las manos del femenino cuello hacia atrás, pasó por los omóplatos, la estrecha cintura y ahuecó en las palmas la pomposidad de las masticables nalgas, las que, por cierto, agitó como rica gelatina.
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—¿No ves que soy una pobre diabla?—jadeó Ivelisse, interrumpiendo el beso. Dentelleándose el labio inferior y sacudió las pompas bajo las posesivas manos, se zafó del sujetador y lo tiró sobre el sofá. Enderezó el cuerpo para quedar por encima de la rubia cabeza de Nora y meneó las tetas delante de su cara—. Se buena conmigo, se buena conmigo…
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¿Buena con ella? ¿Y cuándo no lo había sido? Podría preguntarle. Sin embargo, prefería mantener la lengua ocupada en otros asuntos, entiéndase, lamiendo la canela puntiaguda de los pezones. Nora se centró en los duros guijarros, lengüeteando uno y otro, y volvió a contraer el bajo vientre ante el crepitante calor que el tanga de Ivelisse le traspasaba a su propio pubis.
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Por experiencia, Ivelisse sabía que era capaz de correrse solo con una de aquellas maravillosas comidas de tetas. Sofocó el gemido en el momento en que Nora le sorbió del pezón a areola, succionándole la chicha y haciéndole temblar los sesitos. Hoy, demasiado mendiga, le buscó las manos a tientas y, al hallarlas, las colocó a modo de cuenco bajo sus senos.
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La piel de Ivelisse le sabía a rica guayaba. Nora estrujó los dedos en la redondez de las tetas sin llegar a lastimar. La sensibilidad de los pezones le vibraba en la lengua, estimulando la producción de saliva. Juntó los senos para crear un canalillo profundo equivalente al que debía de ser el abismo que arrojaba a alguien a los infiernos.
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—Has dicho que aprovecháramos el tiempo —chistó, emancipando la mano dominante, aunque dejó a la otra acariciando las voluptuosas redondeces para, con la primera, serpentear vientre abajo…
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—Te he pedido que seas buena conmigo… —gimoteó Ivelisse. Dio un respingo, echó la cabeza hacia atrás y tremoló a causa del culebreo de la mano de Nora, que jugaba ahora con el piercing lila engarzado a su ombligo. Antes de que pudiera enhebrar otra palabra, los níveos dientes de ella mordieron la rigidez de un pezón, lo que tiroteó una ráfaga placentera por todo su cuerpo, que se tornó líquido en el nucleó. El fluido le chorreó la ropa interior.
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—Y lo estoy siendo —alegó Nora con más o menos razón. Según se mirara, claro. Lamió el pezoncillo que acababa de dentellear, admirando la felina cara de Ivelisse, que aun siendo morena no era capaz de disimular el rubor. Apeó la mano y engarzó entre los dedos las tiras de cuentas para abrirse paso por debajo y acariciar el lampiño pubis, hundiéndose hasta palpar los regordetes labios—. Estás mojada… —comprobó con las puntas de las yemas humedecidas de deseo. Sin demora, retiró la prenda a un lado y coló los dedos, pasando el anular por la cremosa y goteante raja—… Chorreando.
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Continuará…
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1(ING) El aligátor dorado.
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2Cóctel muy popular en Miami y que algunos aseguran que está inspirado en el show de los 80 del mismo nombre. Hecho principalmente a base de daiquiri de fresa, zumo de piña, ron blanco y oscuro, crema de coco y azúcar. Por supuesto, es susceptible a modificaciones dependiendo del individuo que lo preparare.
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3(ING) Medianoche.
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4 Puertorriqueña.
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Texto corregido por Silvia Barbeito y con ©.
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Community Manager de ACOSTA ars. Escritora de tres Best sellers y guionista de cine para adultos especializada en el género BDSM. Chef que no acabó de cocinarse aunque… ¿Quién dijo de este agua no beberé? Foodie empedernida, superviviente de la anorexia, madre de un futuro rompecorazones y adicta confesa a los zapatos.